Esta columna está pensada en Osvaldo Hernández y su libro Secretos del Deporte. Un abrazo.
El 2004 fue un año raro para el fútbol; cosas atípicas sucedieron en Europa y en Sudamérica. La final de la Liga de Campeones fue inédita: AS Mónaco contra FC Oporto, dos conjuntos que usualmente quedan eliminados antes de cuartos de final. Por su parte, Grecia, sin nombres que recordemos, salió campeón de la Eurocopa tras vencer a una selección portuguesa que tenía a Figo como capitán, en el mediocampo estaba Deco y en punta un joven Cristiano Ronaldo. En nuestro continente, el Once Caldas levantó la Copa Libertadores al imponerse al entonces imbatible Boca Juniors del técnico Carlos ‘el Virrey’ Bianchi. “Es la primera vez que perdemos una final y no sabía que a los segundos le daban medalla”, se excusó, al no aparecer para ver a los rivales alzar el trofeo.
Oporto, Grecia y Once Caldas fueron equipos con más oficio que arte. Vencieron porque aprovecharon las escasas oportunidades que tuvieron y supieron resguardarse. Fueron más conjuntos que individualidades; murallas ante las que rebotaba la pelota para que un delantero solitario la recogiera y la embocara en la red contraria. Cada partido fue una gesta que aumentó la mística de estos conjuntos. Ahora, ¿qué es la mística en el fútbol?
Daniel Bertoni, exfutbolista y campeón con Argentina en 1978, dice que la mística se construye entre todos: directivos, técnico, jugadores, hinchada y sociedad. “La mística tiene que salir de todos, no es de los clubes solamente”, afirma. Cuando hay mística, lo divino y lo terrenal se funden, como en las religiones, para iniciarnos y mostrarnos aquello que estaba oculto. Incluso es capaz de convertir a aficionados ajenos y atraer la atención de los más desentendidos a este deporte. “El fútbol es la única religión que no tiene ateos”, decía el periodista uruguayo Eduardo Galeano.
Los hinchas del Deportivo Pereira lo sintieron hace unos días cuando su equipo salió campeón tras 78 años de competición. Seguidores del Atlético Nacional, Millonarios e incluso su rival regional, el Once Caldas, hicieron - hicimos - fuerza para que ganaran. Había algo que nos movía a hinchar por ellos. Cuatro días después del acontecimiento, esa ciudad todavía vibraba; los pereiranos aún celebraban, ondeaban las banderas matecañas y lucían la camiseta amarilla y roja con orgullo. No importa que los jugadores que los llevaron al éxito ya estén con otros clubes, siempre habrá un vínculo mágico con ellos. Una comunión difícil de explicar, solo se puede sentir.
Dice el Antiguo Testamento que: “Lo que sea muy difícil para ti no lo busques, y lo que está sobre tus fuerzas no lo investigues”. Empero, la psicología ha estudiado este fenómeno de efervescencia colectiva y esas ganas que nos surgen de apoyar por el que menos chances tiene de ganar (“root for the underdog”, lo llaman los gringos). La psicóloga Tracy Packiam Alloway señala que hacer fuerza por el menos favorecido forma una conexión emocional con su esfuerzo y, si ganan, ese hecho inesperado hace que el cerebro libere serotonina y dopamina, dándonos sensación de felicidad. Y si hay más personas apoyando a ese equipo, nos sentimos parte de un colectivo, nos sentimos integrados.
Ejemplo de lo anterior es lo que está sucediendo en Bangladés durante el Mundial de Catar. La selección de esta nación asiática nunca ha estado en una Copa Mundo y actualmente ocupa el puesto 192 de la Fifa, pero los bengalíes están dichosos haciendo fuerza por Argentina. Daca, su capital, se pinta de celeste cada vez que juegan los sudamericanos y este domingo estallará de alegría si el equipo de Scaloni sale campeón. Para ellos, la selección argentina es símbolo del anticolonialismo británico; el primer mundial que se transmitió en ese país fue el de México 86, por lo que vieron a Maradona vencer con la “Mano de Dios” y “el gol del siglo” a los ingleses. Un héroe atrevido de una nación también en conflicto con Inglaterra por las Malvinas. Hoy quieren que Lionel Messi - triunfador en clubes, perdedor en Mundiales - derrote al conjunto francés, actual campeón y que tiene al joven Mbappé como aspirante al título de Mejor jugador del torneo.
Francia es un gran equipo. Tiene una mezcla de experiencia y juventud que le permite cambios de ritmo y manejar los tiempos de un partido. Su delantera mete miedo con Mbappé y un Giroud afinado; Griezmann está en un nivel superlativo y los descendientes de africanos con nombres que apenas nos aprendemos - Upamecano, Tchuoaméni, Kolo Muani - la están rompiendo. Pero no tienen ese je ne sais quoi que sí tienen los argentinos.
La Scaloneta puede no jugar el mejor fútbol de este Mundial (Brasil, eliminado, lo tuvo), pero hay algo que les infla la camiseta: las ganas de ver a Messi levantar ese trofeo que le ha sido esquivo y que lo confirmaría (como si hiciera falta, como si fuera necesario, como si se necesitara el sello de un notario) como uno de los mejores futbolistas de la historia. Una energía que se extiende desde el Río de la Plata, pasa por Catar y llega hasta Bangladés. Ojalá mañana se conjuren cábalas, agüeros y fetiches, lo divino y lo terrenal. Que el papá de la periodista Leila Guerreiro se dé una caminata por un bosque sin conexión a internet ni televisores cerca. Que sea un año raro como el 2004. Que se conjure esa mística que al rosarino no se le ha dado en mundiales anteriores. Y para que la Copa regrese a América.