Llegamos al final del año escolar 2023, y con él, un cúmulo de expresiones y sentimientos dan cuenta de los objetivos alcanzados: grados, clausuras, promociones, repitencias y aplazamientos. Estos momentos forman una amalgama de emociones, que van desde la satisfacción y la alegría hasta la tristeza, la melancolía, la frustración y el rechazo. Las críticas a la escuela no solo son frecuentes, sino también desconsideradas, insensatas e incoherentes, en muchos casos.
En este contexto, el niño no es el único que debe responder a sus padres por su bajo rendimiento, incluso ni responde, sino que también los profesores se ven obligados a dar todo tipo explicaciones para demostrar que nada tienen que ver con la irresponsabilidad de sus estudiantes.
—Profesor, ¿usted por qué le hizo perder el año a mi hijo? —inquieren no pocos padres.
Derechos de petición, quejas, reclamos y tutelas son los mecanismos utilizados por los padres que quieren alcanzar los logros que sus hijos han dejado pendientes en las aulas de clase, y todo esto trae consigo dos consecuencias bastante perversas. En primer lugar, complica de manera injustificada la labor esencialmente pedagógica de los maestros, porque se ven obligados a lidiar con procesos jurídicos. En segundo lugar, y lo más lamentable, es el impacto que estos acontecimientos tienen en la formación de los estudiantes, al recibir de sus progenitores lecciones equivocadas cuando buscan, a toda costa, resultados inmerecidos.
Por otro lado, existe la historia de Estefanía, una niña de grado noveno de un colegio público de la ciudad. Enfrenta condiciones difíciles debido a la disfuncionalidad familiar, la escasez de recursos y la falta de oportunidades para afrontar los retos que la vida le impone. Su madre, incluso, es un obstáculo incomprensible.
—Señor rector, buenos días, ¿usted me regala, por favor, cinco minutos de su apreciado tiempo? —le pregunta cierto día doña Gloria al director de la escuela.
— Claro que sí, señora, bien pueda, dígame —responde el rector.
—Lo que pasa es que vengo de hablar con la coordinadora, y esta muchareja de la Estefanía va muy mal; ahí la tienen para recuperar, y yo quiero pedirle un favor, señor director: ¿no será posible que ustedes me ayudan a que mejor pierda el año?
—Señora, no le entiendo, ¿usted me está pidiendo que le haga perder el año a su hija?
—Sí, señor, es que viéndolo bien, yo lo estuve pensando, y esa muchacha me sirve más en la casa haciendo el oficio y cuidándome a dos guambitos pequeños; esa definitivamente no salió para el estudio…
—Señora, contésteme una pregunta, por favor: ¿en serio usted sí es la mamá?
Aunque inicialmente critico la actitud de los padres mencionada al comienzo de este artículo, la petición de doña Gloria es aún más preocupante. No deberíamos presenciar a una madre solicitando la complicidad de la escuela para perjudicar los intereses de su propia hija. Se supone lógicamente que los aliados naturales de un ser humano son sus padres, especialmente su madre. Resulta contradictorio que, además de tener que luchar contra todas las adversidades de la desigualdad social, un niño o una niña se vea obligada a superar los obstáculos que le genera su propia familia. Es un contrasentido que, mientras muchas madres hurgan afanosamente los confines del mundo buscando oportunidades para sus hijos, existan otras, como la de Estefanía, que se arrogan el derecho de condenar a sus hijos a la pobreza eterna.
Ojalá no haya muchas Glorias como esta, y sí muchas glorias para aquellas madres que se consumen en la fatiga y el cansancio para brindar bienestar a aquellos que no eligieron nacer, sino que fueron concebidos por unos padres que decidieron traerlos al mundo. Ahora, lo mínimo que deberían hacer es acompañarlos en el descubrimiento de la vida que merecen vivir y del mundo que merecen habitar.