Un escritor manizaleño al que se debe rescatar y estudiar con intensidad es Rodrigo Acevedo González, quien nació el 6 de septiembre de 1956 y murió joven a los 41 años el 7 de diciembre de 1996. Tuve la fortuna de ser su amigo en esa edad maravillosa cuando se va saliendo de la adolescencia y se vive la poesía y el sueño de la literatura con pasión iniciática, y además haber sido testigo y admirador de su inmenso talento e inteligencia.
En aquellos tiempos proliferaban en la ciudad los premios literarios convocados por instituciones y colegios en los que muchos estudiantes de bachillerato participábamos con entusiasmo en una competencia leal por llevarnos los premios y obtener las preseas.
En varios textos me he referido a Acevedo González como nuestro Rimbaud, porque desde muy temprano su poesía fue certera y moderna como pocas, tanto que si hoy se reunieran las colecciones que publicó en vida, El territorio y la máscara (1981) y Poemas del tiempo recobrado (2000), y las que están inéditas, nos sorprenderíamos de su nivel, que lo hace merecedor a aparecer en las mejores antologías de poesía colombiana de donde ha estado ausente por el exagerado centralismo.
Tengo una foto donde vamos caminando juntos por la séptima de Bogotá, cuando teníamos menos de 19 años y él realizaba visitas a la capital buscando joyas en las librerías de viejo y en las bibliotecas, especialmente en la de la Universidad Nacional, donde yo había ingresado a estudiar Sociología. No solo estaba enterado de los clásicos antiguos y modernos, de las poesías francesa, inglesa, alemana e italiana, sino también de los escritores modernos que publicaba Seix Barral en Barcelona, como uno de los narradores y ensayistas de la Nueva novela francesa, Michel Buttor, autor que me arrebató una vez de las manos para leerlo con fruición y hacer agudos comentarios sobre su lectura al día siguiente.
Cuando estaba en Bogotá le encantaba ir a la Universidad Nacional y recorrer todos sus ámbitos. A veces se hospedaba en mi casa o en la de otro compañero de Sociología, manizaleño también, llamado Aicardo Navarro, quien muy enterado ya en ese entonces de los temas psicoanalíticos solía bromear con él cuando a veces nos decía que deseaba suicidarse. También acudía a El Espectador y El Tiempo, donde esperaba publicar textos en los suplementos literarios.
Conservo unas 30 cartas que él me escribió desde Manizales en esos años, ya que sostuvimos una intensa correspondencia y las misivas iban y venían con mucha frecuencia. He leído sus cartas y he descubierto ahí la pasión que él tenía por la literatura y la vida, las inquietudes sobre el mundo y el futuro y el testimonio de sus lecturas y opiniones. De mi parte le escribía larguísimas cartas que tal vez desaparecieron, pero no dudo que las suyas eran mejores que las mías.
Rodrigo siguió su vida atormentada en Manizales, atrapado sin salida en ese mundo que cuestionaba, y se convirtió hacia el final en un ermitaño hermético que deambulaba solitario con un enorme perro por la carrera veintitrés. La última vez que lo vi de lejos con el can cuando yo iba con mi amigo Antonio Leiva, no me atreví a interrumpir su soliloquio imaginario, mientras caminaba altivo hacia el Parque Caldas.
Una vez fui a su casa cuando vivía por la plaza Alfonso López, no lejos de la residencia de su familia y compartimos una alegre tarde con nuestro amigo el filósofo Carlos Arturo Orozco Grajales. Y esa fue la última vez que hablamos y compartimos de verdad. Otra vez lo busqué sin éxito en un apartamento situado por Hoyofrío, pero nos perdimos el rastro hasta que supe la noticia de su repentino fallecimiento. Durante todos esos años ganó premios locales, publicó varios libros, participó en encuentros literarios y dejó una obra que comentó con lucidez el novelista y ensayista Roberto Vélez Correa, quien como él murió joven y se nos anticipó hace tiempo.
Es cierto que Rodrigo tuvo una vida atormentada, pero quienes lo conocimos y lo frecuentamos con amistad y afecto sabemos que en el fondo era alegre, bohemio, gran amigo, frágil, siempre enamorado, degustador de vinos y poseedor de una sensibilidad moderna que se refleja en sus poemas contemporáneos, que rompieron moldes antes de tiempo. En su poesía hay vida, verdad, deseo, mal, ciudad, basura, ratas, calle.
Sobre él han escrito además Carlos Arboleda González y Conrado Alzate Valencia, que en un texto cita un fragmento de Vélez Correa sobre el poeta, donde dice que “Rodrigo fue una extraña mixtura de artista decadente, joven airado, romántico cursi, lector empedernido, poeta maldito, alcohólico irredimible, y un solitario que amó a su abuelo Felipe González, el músico de los Hermanos González…”.
Sería bueno que en las universidades y entre las nuevas generaciones se revisara y estudiara su vida y obra y se rescatara del olvido su luminoso paso y su huella entre las brumas de su ciudad natal Manizales. Tengo como joyas esas cartas que ojalá algún día se publiquen y algunos materiales que he obtenido gracias amigos que como Fernando Ramírez Lema, sobrino del excelente poeta caldense Hermann Lema, fueron sus contemporáneos y admiradores.
Somos varios los amigos sobrevivientes del poeta y sería bueno reunir sus textos y rendirle el homenaje que se merece nuestro Rimbaud de Manizales, el precoz y brillante poeta que gritó ante el cosmos contra nadie y contra todos y a favor de la vida, el vino y el deseo frente a los volcanes y entre la bruma. Qué alegría y fortuna haber sido su amigo y cómplice cuando todo apenas comenzaba.