En estos días digitalizaba un libro de poemas de mi amigo Rodrigo Acevedo González (1955-1996), a quien conocí cuando éramos adolescentes y ya estábamos inmersos a fondo en las lides de la poesía y la literatura. Al repasar su obra no hay duda de que es un autor de primer nivel que debería aparecer en las antologías de poesía colombiana y latinoamericana.
Su precocidad lo puso en contacto muy temprano con la literatura universal y la curiosidad intelectual lo llevó a leer libros de crítica, ensayo, filosofía y otras disciplinas que le dieron un amplio espectro a su pensamiento y una visión muy clara de su situación como escritor y poeta en el mundo que le tocó vivir en la segunda mitad del siglo XX.
Sus poemas son modernos, urbanos, abordan las diversas grietas del mal con gran lucidez y se comunican con la vida cotidiana de un hijo de su siglo en el mundo, que no teme revelar las cicatrices, las heridas, la podredumbre de la sociedad donde deambula a veces como un iluminado solitario por las calles de la ciudad donde nació y vivió siempre, una urbe mediana de los Andes, Manizales, que también tenía una agitada vida cultural y a donde llegaban todas las tendencias de la cultura y los libros circulaban a toda velocidad provenientes de los centros del mundo hispanoamericano.
En su obra está presente el cine de los años 60 y 70 con las extraordinarias películas que en su momento agenciaba Hollywood, antes de que se convirtiera en solo un espacio productor de blockbusters y superproducciones carentes de cualquier profundidad que no sea la velocidad, la violencia y el escándalo. El poeta deambula solitario por la ciudad, a veces con su perro, pero se interna en los abundantes cinemas donde se proyectan grandes películas del cine italiano, alemán, sueco, francés, inglés, latinoamericano, asiático y estadounidense de aquellas décadas excepcionales.
La visión cinematografica está presente en su evocación de los ámbitos citadinos que recorre en las noches, como esos antros donde suena la música en las rockolas con las canciones populares provenientes de México, el Caribe o Argentina, tangos, milongas, rancheras mexicanas, o los éxitos de Sandro de América que se escuchan en los bares. Su poesía se conecta con grandes poetas europeos modernos como el griego Constantin Cavafis y los italianos Cesare Pavese, Giuseppe Ungaretti o Pier Paolo Pasolini.
Acevedo González, autor de Poemas del tiempo recobrado y El territorio y la máscara, entre otros, era un vitalista desenfrenado y vivió la vida a fondo con sus amores, el deseo, la libación y el silencio. Su mirada capta los cuerpos, la belleza de la juventud y la decrepitud de la vejez, así como la violencia latente en cada cuadra o barrio de la ciudad, o la desesperanza y el escepticismo de quien en el fondo es un romántico esencial que choca contra el descreimiento y la mezquindad reinantes.
Pero toda su obra está marcada por la conciencia y la lucidez escalofriante de no pertenecer a ese mundo, de estar al margen de esa sociedad de máscaras y apariencias que describe con elocuencia y acierto en cada uno de sus textos y en los escasos libros que alcanzó a publicar en vida. Pero su marginalidad es la del príncipe de las letras que flota tocando y revelando las llagas y la podedumbre de su entorno.
Su obra, como la del caleno Andrés Caicedo y otros autores mayores de esa amplia generación que sobrevivieron y envejecieron como Oscar Collazos y Umberto Valverde y el loco Raúl Gomez Jattin o la suicida Maria Mercedes Carranza entre los poetas, es un fruto emblemático de esos desbocados años 60 y 70 del siglo pasado irrepetibles, marcados por la irrupción del rock y la liberación de los cuerpos y de las conciencias después de las revoluciones juveniles que sepultaron para siempre el siglo XIX y clausuraron el siglo XX antes de tiempo.
Conservo unas 30 cartas que me escribió Rodrigo Acevedo González antes de cumplir 19 años desde Manizales a Bogotá, cuando yo había ingresado a estudiar en la Universidad Nacional y el seguía su actividad desbordada en la ciudad con sus amigos y hermanos de generación. En esa cartas están presentes su angustias y temores, el miedo al futuro, sus terrores, sus deseos, sus ansias de vivir, pero también el testimonio de su impresionante precocidad literaria.
Cuando él iba a Bogotá compartíamos libros y visitabamos las librerías de viejo y bibliotecas universitarias y nada le era ajeno de las tendencias literarias del mundo de entonces, como la nueva novela francesa o la obra de Michel Buttor, ideólogo de ese movimiento al lado de Alain Robbe-Grillet. En largas veladas entre amigos conversábamos de todas esas cosas con la pasión de quienes deseaban devorarse la literatura del mundo.
Por eso su obra es excepcional, moderna, original y sería bueno que algun día se editara completa para disfrutar la voz de un poeta nuestro que se anticipaba y había roto cualquier atadura con las retóricas anteriores. Asi como ocurrió con los precoces poetas Rimbaud y Lautréamont, su obra es la voz de un joven eterno que atisba con precisión los horrores y oscuridades de su tiempo, pero también la vida desbordada del deseo y la pasión que salvan en medio del desastre en los antros nocturnos donde los solitarios escuchan hasta el amanecer las músicas de su tiempo y ven el transcurrir desbocado de los noctámbulos. Su voz es la del joven insomne que no concilia el sueno y espera el amanecer silencioso ante las ventanas del mundo, viendo pasar los pájaros errantes.