La última vez que vi y conversé con Botero fue el 2 de diciembre de 2015, en una pequeña exposición de una decena de obras recientes suyas en la galería Hopkins, cerca del Palacio del Elíseo, a la que asistían coleccionistas y magnates que llegaban en jet privado al aeropuerto de Le Bourget, muchos de ellos interesados en adquirir alguno de esos 10 grandes cuadros al óleo realizados entre 2012 y 2014 y tres esculturas de 2006, 2008 y 2014. Junto a esas obras se exponía un dibujo a lápiz de una guitarra sobre una silla.
La pequeña y lujosa galería, llena de joyas de otros artistas, entre ellos un cuadro de Max Ernst y otros surrealistas que vi por ahí, era una caja fuerte, un verdadero búnker a prueba de balas y bombas, y estaba preparada para esta operación financiera. Se ingresaba por una puerta blindada que custodiaban hombres de seguridad y tras pasar el filtro, uno subía la escalera hacia el primer piso, donde se exponía la exclusiva selección.
El carácter casi secreto de la muestra, la concentración en tan reducido espacio de tantos millonarios, agentes, coleccionistas, y el alto valor de las recientes obras maestras allí presentes, otorgaba al ambiente una carga eléctrica digna de una novela policiaca salida de la leyenda del famoso y despiadado bandido, ladrón y asesino Fantômas, personaje literario francés que hizo las delicias de los lectores durante décadas.
Después de maravillarme ante esos magníficos cuadros del mejor estilo de Botero, tan colombianos y tan universales, y luego de tomar unas copas de champán y vino, me imaginaba que cortaban la luz y en un abrir y cerrar de ojos todos quedábamos hipnotizados, antes de comprobar con estupor que los cuadros se esfumaban de las paredes bajo la magia delincuencial de Fantômas.
En los muros se veían cuadros simbólicos del estilo depurado de Botero: dos guitarristas populares colombianos, un grupo de músicos en una cantina de mala muerte, dos parejas danzantes con botellas y colillas tiradas en el piso de alguna casa de barrio, una pareja que dormita en un prado idílico desde donde se ve el pueblo, una mujer vestida de fucsia en pic-nic junto a coloridas frutas, un hombre que hace lo mismo junto al paisaje de la cordillera, una pareja en un balcón pueblerino, un torero, paseantes en la plaza y una mujer desnuda sobre un sofá verde.
Sofía Vari, la bella, espigada y elegante esposa griega del pintor estaba pendiente de todo y en un momento, cuando él bajó al baño en la planta baja del búnker y desapareció de su radar, se inquietó y preguntó por él casi desesperada y fue a su búsqueda ágil y casi corriendo, antes de subir de nuevo con él tomado del brazo y dirigirse a un salón aledaño, a donde el maestro ingresó como un codotiero o un Borgia renacentista.
En la antesala, los pocos y muy elegantes invitados esperaban con discreción el momento de entrar a otro espacio para hablar con él, saludarlo, hacerle la venia y pedirle una firma en el catálogo. Al llegar mi turno lo vi sentado al fondo en un mullido sofá y me acerqué a él. Era el único colombiano en el lugar. Le hablé de Santa Rosa de Osos, La Ceja y Sonsón, de donde vienen mis ancestros. Firmó el catálogo con su plumón de tinta negra. Volví a escuchar su inconfundible acento paisa. Como era invierno, las damas llevaban soberbios abrigos.
Lo vi por primera vez en 1994 en una exposición en un alto edificio de Manhattan donde me lo presentó el escritor colombiano Eduardo Márceles Daconte, después en exposiciones, una de ellas en el museo Maillol, dirigido por la musa de ese escultor francés, Dina Verny, o en su estudio taller de la calle Bonaparte, en Saint Germain des Prés. En dos ocasiones lo entrevisté y cruzamos correpondencia.
La trayectoria de Botero es de novela y es el símbolo de lo mejor de Colombia. De muchacho soñaba con ser torero, pronto lo inundó su talento y un precoz viaje por las ciudades europeas, lo llevó a los grandes museos de Madrid, Florencia, Roma, Amsterdam. Y allí adquirió una actitud radical frente al arte, inspirada en los grandes maestros, por lo que siempre desdeñó el arte llamado moderno, especialmente los grandes innovadores anglosajones del siglo XX con los que coincidió en Nueva York.
En una carta de febrero de 2001 me dijo que “he trabajado las técnicas más tradicionales como el óleo, la acuarela, el pastel, el fresco y no tengo simpatía por el acrílico. Desde luego el óleo es el material que permite más libertad de expresión por su secado lento y su capacidad de fundir un tono en otro”.
Botero agregó que “tengo una paleta de pocos colores, todos permanentes, como los que usaron los grandes maestros. Mi paleta es más bien europea, y no tropical, por haber vivido tantos años en países nórdicos”. Y concluyó diciendo que “la obra de un artista es toda esa serie de tentativas de hacer las cosas bien. Afortunadamente, a pintar no se aprende nunca”. Ese era Fernando Botero, no solo un gran artista, un enamorado y un vitalista, sino un hombre que tenía las ideas muy claras sobre el arte de todos los tiempos y vivió en él y para él cada uno de sus días hasta el último suspiro. Fue un afortunado cometa cósmico multicolor que iluminó con su existencia a la tierra colombiana que lo vio nacer en 1932 hace 91 años.