Como nací en la capital mundial del café, Manizales, desde niño he tenido contacto con esta bebida maravillosa que nos mantiene alerta y nos vuelve cada vez más creativos y activos. En la infancia se preparaba desde la mañana el café que tenía el dulzor de la panela y a lo largo de la jornada se bebía solo o con leche, por lo que desde entonces fui inquieto y nervioso, lo que hacía preguntar a los familiares por las razones de esa hiperactividad infantil. Más de medio siglo después sigo igual, y ante el asombro de todos cuento que siempre bebo café antes de acostarme para dormir como un ángel.
Desde la mañana es una delicia llenar la cafetera del buen elíxir colombiano que encuentro en supermercados, al lado de otros cafés provenientes de Etiopía, Brasil, Perú o Guatemala, ya que todos sabemos que el mejor grano es exportado a estas tierras donde se consume de manera exponencial en casa, cafés, restaurantes y bistrots. En estos lugares se prepara en máquinas italianas, en forma de café exprés y otras variedades exquisitas. Nada como sentir el aroma del café en las mañanas en las barras de las cafeterías, un aroma que sale de esos lugares e inunda las calles con sus mágicas delicias.
En las tierras europeas se prepara el café de manera ejemplar, cosa que por desgracia no es frecuente en el continente americano, donde se usa un café de baja calidad y se prepara aguado, como en los McDonalds o los Starbuck’s y en todos los negocios y cafeterías donde lo sirven desde Alaska hasta la Patagonia. Tal vez en Buenos Aires, Santiago de Chile o Montevideo, países poblados por migrantes italianos y europeos desde hace tiempo, se usen esas máquinas que saben exprimirlo y convertirlo en un delicioso elíxir cuyo solo olor ya nos embriaga.
Como era un niño muy cansón e hiperactivo en Manizales, lo que debía ser un tormento para mis padres y en especial para mi hermano mayor, Humberto, me enviaban a Chinchiná donde mi tía Amanda de Londoño, que era la matriarca de una amplia familia de siete hijos, varios de los cuales eran tan hiperquinéticos como yo y por lo tanto no había problema. Ahí era un niño normal, aunque lo cierto es que superaba a mis primos y le causaba dolores de cabeza a mi tía cuando de pronto me veían brincando en el techo de la casa o en las claraboyas de vidrio, a riesgo de defenestrarme y quedar paralítico.
Pasaba las largas vacaciones bromeando con mis primos Fernando, Chila, Gloria, Yolanda, Óscar, Gustavo y la más pequeña, Beatriz, que se convirtieron en mis hermanos y con los que siempre fui tan feliz. El más divertido de todos era Óscar Londoño, quien dirigía la interminable fiesta infantil hasta altas horas de la noche y me cuentan que ahora, ya de retorno a esa meca del café colombiano, sigue igual.
En la casa de la tía Amanda también se preparaban grandes cantidades de café, lo que nos daba a todos la energía diaria para rondar por el campo, los cafetales y los riachuelos donde nos bañábamos pescando zabaletas de día y en la noche juntos hablando de espantos, cuando veíamos los fuegos fatuos que emergían de las guacas de los viejos habitantes de esas tierra, los geniales orfebres Quimbayas.
Después ya apareció en Chinchiná el Centro de Investigaciones del Café (Cenicafé) y la gigantesca fábrica de café liofilizado de rango internacional, promovida por el legendario zar del café Arturo Gómez Jaramillo (1915-2006), quien fue director durante un cuarto de siglo de la Federación Nacional de Cafeteros y bajo cuyo mando se creó la figura emblemática de Juan Valdéz y se lograron cruciales acuerdos internacionales. Nunca imaginé que mucho tiempo después conocería a mi amigo el santandereano Nestor Zárate, quien de joven fue asesor de don Arturo en Nueva York y Wahington en los años 70 y enviado por él a ayudar a implantar la gran fábrica que es el orgullo mundial de Chinchiná y Colombia.
El destino hizo que mis dos hermanos se instalaran desde hace mucho tiempo en el barrio La Ceiba, situado al lado de la factoría, y ahí cuando voy a Colombia me refugio siempre en paz aspirando día y noche las bocanadas del aroma cafetero expelido por las chimeneas de la enorme institución con un ruido futurista y planetario. Zárate me ha contado muchas cosas de Arturo Gómez Jaramillo, su jefe, pero me sorprendió saber por otras fuentes que fue gran lector y amante del arte y la literatura, lector de Montaigne, Stendhal, Thomas Mann y Borges, y esteta fascinado por la ciudad de Venecia y artistas como Canaletto y Tintoretto.
O sea que desde la infancia el café me ha acompañado en la literatura y la vida, sin saber que aquel jerarca cafetero manizalita de otra época amaba en su largos insomnios internacionales la literatura y el arte, sin duda acompañado por buenas dosis del café que promovía en el mundo.