Siempre me he encontrado en París con el poeta peruano Alejandro Calderón (1960) en lugares inesperados y lo he visto aparecer como un ave súbita, alerta y fabulosa, ataviada de plumas de colores intensos como los que cubren sus palabras: el rojo, el amarillo o el verde prismáticos de la selva amazónica o de los arcoíris, el ocre de las columnas del palacio del Minotauro en Creta o de los frescos mayas, el dorado de los orfebres prehispánicos de las cumbres andinas, el gris pétreo y brillante de los muros milenarios peruanos.
Una vez en Palais Royal entre los muros dieciochescos y las columnas modernas de Van Buren, otra la misma noche cuando se incendió Notre Dame y veíamos desde la otra orilla del Sena las llamas que amenazaban con derruirla para siempre. Hemos seguido luego a una barra de bistrot a brindar el vino rojo que nos gusta. Pero también nos hemos citado en invierno a las seis de la tarde en punto en Le Vieux Châtelet, frente al Palais de Justice, donde libamos sintiendo el paso de las aguas del Sena, cerca del cual tanto tiempo ha vivido el poeta Calderón en París.
Porque París ha sido durante tantas décadas nuestra casa, como en otros tiempos lo fue de otras generaciones de escritores latinoamericanos que llegaron aquí como los modernistas de Ruben Darío y José Juan Tablada, o la de los años de entreguerras, de César Vallejo, Miguel Angel Asturias y los hermanos García Calderón y después los que charlaban con Breton, como Luis Cardoza y Aragón, Renato Leduc y Octavio Paz, o los del boom latinoamericano, liderado por Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez en los espléndidos y liberadores años 60 y 70.
Ahora los latinoamericanos no estamos de moda en París, pero ahí seguimos presentes los que nacimos a mediados del siglo pasado y recalamos aquí siguiendo el periplo de nuestros ancestros desde los tiempos de Miranda y Bolívar hasta los actuales, en el siglo XXI. Nada hay que hacer, somos avatares de esa energía continental latinoamericana de la cordillera y el Amazonas, sin fronteras, que siempre irrigó y se nutrió de estas calles. Los fantasmas de nuestros increíbles ancestros nos vigilan ocultos entre la neblina.
He leído con asombro Los dioses en crepúsculo, un libro que reúne medio centenar de textos macerados y añejados en las últimas tres décadas, desde el invierno de 1988 a la primavera de 2018. El poeta guarda sus textos sin prisa y los deja madurar en los odres o las vasijas del tiempo, hasta que refulgen desde lo profundo del infinito, en el misterio de girar siempre en torno a un sol lejano, al interior de una enorme galaxia que solo es un grano de polvo ígneo en el universo, como las luciérnagas en los bosques andinos o alpinos.
Dice el poeta en el poema Prisma que se trata de “alcanzar lo que los antiguos llamaban cosmogonía”, para “sentir que ocupamos un lugar único donde la luz penetra”, y comprender que “todo centro es transparente para quien hizo de su ser un prisma”.
Y eso es lo que pienso cuando me encuentro por azar con Calderón, que él es un poeta-prisma, que en su poesía hay un misterio de minerales generados en el alambique del enome misterio de estar todos aquí entre la llama y el hielo, la luz y la sombra. Los poemas de este libro llevan nombres como Arbol de la sabiduría, Letra fúlgida, Prisma, Milagro, Folios de bruma, Pluma de incienso, Espejo de sombra, Los dioses en crepúsculo, títulos magníficos que condensan ya lo que adentro halla el lector en el silencio de su noche.
De la vasta obra del poeta peruano se destacan Transmigración (1992), Aparición de Nazca (1994), A través de la penumbra (1996), Pestañeo de la nada (2000), algunos de los cuales fueron prologrados por el hispanista Claude Couffon y el crítico Américo Ferrari y fueron traducidos al francés y otras lenguas.
Cada uno de sus textos de este gran poeta contemporáneo surge de manantiales que irrumpen de las cumbres y se desprenden hacia los abismos como nuestras propias vidas. Leerlos, releerlos, tocarlos, sentirlos en esta bella y cuidada edición de Paracaídas editores, realizada en Lima en 2023, nos acerca al milagro de la poesía, o de eso que un día dijo el gran Joë Bousquet en Carcassone: “la poesía es la lengua natural de lo que somos sin saberlo”.