Cuando uno despunta a la literatura y el arte empieza a descubrir el mundo con ojos recurrentes que todo lo devoran. Al cumplir la primera década de la existencia y emprender desde entonces el camino ineluctable hacia el fin, las calles de la ciudad natal se convierten en el privilegiado escenario de un teatro iniciático. Lo mejor de la pequeña urbe son las intrincadas calles que suben y bajan y parecen tan empinadas y absurdas que desafían la gravedad, vías por donde se deprende el agua de los aguaceros o algún vehículo que ha perdido los frenos y baja loco a toda velocidad hacia los abismos.
Hay desde el inicio algunos recuerdos que uno cataloga en el fondo de la memoria. Un gran escarabajo en una pared blanca, una botella con bellas cerezas rojas en conserva traídas por el tío Migdonio, el padre afeitándose frente al espejo mientras lo carga a uno con la otra mano, las sirenas que resuenan y anuncian la caída de un gobierno, un inmenso globo aerostático que tratan de inflar en la antigua estación de ferrocarril y por supuesto los discursos airados de Leonardo Quijano, el chaplinesco loco de las calles manizalitas que dirigía un periódico llamado El Diablo.
Todas las ciudades y pueblos tienen sus locos inolvidables y originales y cuando hablo con amigos nacidos en otras urbes, suelen ellos contarme de esas figuras que vieron en sus barrios y se quedaron para siempre en la memoria. Mi amiga Luisa Futoransky me habla de uno que veía en Buenos Aires y siempre está presente en lo que escribe. En México, durante varios lustros me cruzaba en el centro con dos figuras increíbles. Primero la gran poeta Guadalupe Amor, tía de Elena Poniatowska, que ya anciana deambulaba por las calles vestida como una niña gigante, maquillada y cubierta de prendas estrafalarias de muñeca. Ella llevaba siempre un bastón o un paraguas con los que golpeaba a los adultos impertinentes que trataran de abordarla, pero por el contrario siempre se detenía cuando veía niñas o niños y empezaba con ellos diálogos imposibles. El otro personaje era el liliputiense Margarito, el hombre más pequeño del mundo, que recorría las calles cantando y tocando con su mínima guitarra.
Guadalupe Amor (1918-2000) fue una estrella y diva de la poesía mexicana en los años 40 y 50 y su obra publicada en las mejores editoriales españolas de su tiempo, pero de ser aquella bella mujer admirada y adulada pasó el tiempo y los años 70 y 80 la sumieron en el olvido, cuando otras literaturas despuntaron y arrasaron con el pasado. Vivía por Bucareli en el Vizcaya, un viejo edificio decimonónico frente al ministerio de Gobierno, cerca de las calles y avenidas donde estaban situados en el siglo XX los grandes diarios mexicanos Novedades, Excélsior, El Universal, entre otros.
La ancianidad se le vino encima a finales de ese gran siglo y las élites literarias le dieron la espalda, por lo que erraba como un personaje de alguna película loca de Fellini, olvidada de todos, sobreviviendo en un tiempo que ya no le correspondía, pero que ahora algunos estudiosos rescatan con entusiasmo, como Michael Schuessler, estadounidense amante de México que publicó sobre ella el libro Guadalupe Amor: La undécima musa.
Lo mismo ocurrió con Leonardo Quijano, de quien se dice fue brillante promesa de la política, el arte y la literatura, pero fue devorado por los fantasmas de la demencia y la excentricidad. Uno lo veía siempre deambular por las calles y viejos cafés cargando su cartapacio de dibujos o vendiendo su periódico El Diablo, que traía publicidades de negocios o bares citadinos y publicaba textos suyos escritos en un idioma críptico e incomprensible cargado de extrañas musicalidades.
Su periódico lo editaba en una imprenta del centro y cuando salía un nuevo número sus admiradores, entre ellos estudiantes de bachillerato y universidad, sindicalistas, abogados, políticos, lo compraban con gusto y trataban de hablar con el inasible personaje que seguía su rumbo hacia la guarida secreta donde vivía. A veces era presa de agitaciones delirantes y en la Plaza de Bolívar, junto a la Gobernación, pronunciaba largos discursos en el galimatías incomprensible con que pensaba y escribía.
Quijano tuvo sus protectores y amigos como el nadaísta Mario Escobar Ortiz y el filósofo Hernando Salazar Patiño y muchos más. El hacía parte del centro histórico y como Guadalupe Amor en México, vivía allí en perfecta conjunción con ese mundo ido donde eso era posible y tolerado. Al final dicen que el poeta Wadys Echeverry lo rescató del manicomio de San Cancio y lo entregó a unos familiares que se lo llevaron a otro lugar, donde se esfumó para siempre.
Su figura me impactó en la adolescencia y siempre escuché sus discursos pantagruélicos y de tanto verlo y cruzarlo y comprarle su diario, terminó aceptándome desde su silencio como a otros de sus jóvenes admiradores. Por eso en mi primera novela Tierra de leones lo hice personaje central, imaginándome otra vida paralela en una ciudad tan extraña como la nuestra, dotada de un magnífico centro histórico propicio para la ficción. También le dediqué un largo relato bajo el título Una ciudad para Quijano, donde imaginaba otro destino para él y que fue publicado en la revista La Palabra y el hombre de la Universidad Veracruzana en 1981. Los locos citadinos siempre fueron personajes preferidos por los novelistas y sin duda el más grande de todos es el ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, que era también un Quijano como el nuestro. Desde el margen de sus locuras, Alonso y Leonardo Quijano y la mexicana Guadalupe Amor, con sus airadas imprecaciones callejeras y sus silencios cargados de miradas, nos interpelan y nos forman cuando despuntamos a la vida y por eso sus leyendas respectivas perviven en el desván personal de los prodigios.