Cuando un adolescente queda seducido por la literatura y decide dedicarse a escribir, en todo piensa menos en que ese camino lo llevará al éxito, la fama o la gloria, sino por el contrario a una larga y difícil vida parecida a la de los héroes que se le atraviesan en las iniciales y apasionadas lecturas: Cervantes, Hölderlin, Nietzsche, Rimbaud, Wilde, Whitman, Verlaine, García Lorca, José Asunción Silva o Dostoievski.
El primer héroe que se aparece en el camino es Arthur Rimbaud (1854-1891), emblema máximo de los autores precoces, cuya obra solo fue conocida y tuvo repercusión mucho después de su trágica muerte a los 39 años de edad en un hospital de Marsella, en el Mediterráneo, donde le amputaron una pierna que ya traía infectada desde Abisinia, país africano donde había vivido gran parte de su edad adulta dedicado a los negocios, entre ellos la gerencia de una trilladora de café.
Rimbaud murió sin saber que algun día sería el poeta más famoso del mundo. Fue un insumiso y desde casi niño se caracterizó por su famosas fugas de la casa familiar y los viajes aventurados a pie por los espacios, bosques y caminos cercanos a la ciudad natal Charleville, situada en el este de Francia, en la región de las Ardenas, sobre la que se han escrito muchos textos porque sus bosques parecen encantados y poblados de fantasmas socarrones y maravillosos.
El primer universo fantástico del jovencito fugitivo que era Rimbaud se dio en esos valles y montañas a veces apacibles que tan bien describe ya en el siglo XX un autor de la región, André D’Hôtel (1900-1991) en su novela El país a donde nunca se llega, que ganó en 1955 el Premio Fémina y ha sido un éxito como novela del género fantástico o incluso del realismo mágico.
A mi me llegó ese libro gracias a una recomendación que me hizo alguna tarde Alvaro Mutis en México, quien en su infancia vivió en los años 20 y30 en Bélgica, país fronterizo con estas zonas que se confunden a uno y otro lado de la línea de la demarcación y donde a través de los siglos se han situado los frentes de muchas guerras.
Mucho tiempo después encontré por azar ese libro en una librería de viejo y entré a ese mundo extraordinario, fantástico, donde André D’Hôtel, nacido en Attigny, cuenta las aventuras y peripecias de un adolescente que como Rimbaud también solía desaparecer de su casa para internarse en aquellos bosques, valles, prados y recovecos poblados de mjsterios, fantasmas, animales fabulosos, barcos encantados y por supuesto alguna bella muchacha igual de fugitiva de la que se enamora.
Mutis ya había muerto en 2013 y por lo tanto no pude agradecerle con entusiasmo aquella recomendación que me había hecho décadas antes. La zona del gran este francés descrita por D’Hôtel y sitio por donde se fugaba Rimbaud, tiene una larga historia pues por allí vivieron los antiguos reyes merovingios y carlongios medievales, entre ellos Pipino el Breve y Carlomagno, mundo que por supuesto decía mucho al poeta colombiano autor de la saga poética y narrativa de Maqroll el Gaviero.
El mítico Rimbaud era pues originario de un mundo encantado que se remonta hasta los tiempos galo-romanos, o sea un territorio milenario donde vivieron generaciones que dejaron huellas junto a los remansos de los ríos o bajo el manto profundo de árboles y bosques antiguos visitados a veces por bellísimos caballos fantasmas y locos, como ese que aparece en la novela de André d’Hôtel.
Aunque Rimbaud siempre renegó de su ciudad natal Charleville, la verdad es que es encantadora. Capital de la región de los Ardenas, ahora con el nombre compuesto de Charleville-Mézières, tiene la céntrica Plaza Ducal, que parece réplica de la parisina Place de Vosgues, la más antigua de París en la actualidad, construida a comienzos del siglo XVII con arcadas y muros de ladrillos rojos, y lugar donde solían pasar tiempo los Tres mosqueteros contados por Alejandro Dumas y tenía su casa Víctor Hugo.
Charleville es una ciudad donde domina el color rosa de las piedras de las grandes canteras de la zona, con las que está construida, lo que le otorga una especial atmósfera. Al frente de la casa natal de Rimbaud pasa el río Meuse, que el niño veía mientras crecía desde la ventana de su habitación.
La tumba del poeta, sitio de peregrinación, está en un cementerio cerca de allí, así como el Museo en su honor instalado en un edificio centenario. Una ciudad bellísima que él detestó y abandonó para recorrer el mundo e instalarse en uno de los lugares más recónditos y peligrosos, en el famoso Cuerno de Afríca, donde están Somalia, Yibuti, Eritrea y Etiopía. Quien llegaba allí nunca regresaba o, si regresaba, era para morir, como Rimbaud.