Hace 30 años, el 1 de enero de 1994, estalló en México la revolución indígena encabezada por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), liderado entonces por el joven subcomandante Marcos, quien saltó a la fama por sus discursos y proclamas y por su talento e inteligencia, destacados inclusive por el propio Premio Nobel Octavio Paz.
La figura atípica y original del encapuchado, muy bien diseñada para generar impacto mediático, contrastaba con la imagen de otros guerrilleros latinoamericanos del siglo pasado y se acercaba más al estilo cumbiambero y gozón del colombiano M-19. Marcos realizó estudios universitarios y viajó una temporada a Europa donde se nutrió de las ideas sociales y filosóficas de moda. De ahí que sus escritos se convirtieron en un cóctel sincrético muy original y moderno, irrigado por la literatura y la poesía.
El movimiento zapatista logró fama mundial y acaparó las primeras planas de diarios y noticieros televisivos, y generó innumerables estudios y artículos en revistas acdémicas, pues hasta esa fecha era impensable que un movimiento así surgiera en México, que durante más de medio siglo fue controlado por el todopoderoso Partido Revolucionario Institucional (PRI), cuyo régimen había sido calificado por Mario Vargas Llosa de “dictadura perfecta”.
El día de la insurrección ocurrida en la Selva lacandona y en los altos del estado sureño de Chiapas, cerca de la frontera con Guatemala, en territorio ancestral de los mayas, entraba en vigor el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos y México, negociado por el gobierno de Carlos Salinas, joven tecnócrata que solidificó el viraje del hegemónico PRI hacia las ideas neoliberales de moda en el mundo tras los gobiernos de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en el Reino Unido.
El EZLN estaba compuesto por indígenas chiapanecos de las etnias tzeltal, tzotzil, chol y tojolobal, que cargaban pequeños fusiles de palo casi de juguete, usaban uniformes modestos, lucían en el cuello un paliacate colorido e iban enmascarados como su líder, quien se autodenominaba subcomandante, pues el mando según él estaba en manos de los nativos y él era solo su portavoz temporal. Con el tiempo Marcos se esfumó y cambió de nombre por el de Galeano, pero aun sigue por ahí ya sexagenario entre las brumas chiapanecas.
Los enfrentamientos con el Ejército mexicano, muy violentos al inicio, duraron poco, y rápidamente empezaron a establecerse complejas negociaciones con la mediación de la Iglesia, lo que convirtió a la antigua y colonial San Cristóbal de las Casas en el epicentro de un movimiento mundial de reivindicación de los pueblos indígenas, hasta entonces marginados en muchos países latinoamericanos que aplicaban un virtual Apartheid. En esa bella ciudad colonial fue obispo en el siglo XVI el legendario Bartolomé de las Casas (1484-1556), autor de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552).
Decenas de miles de intelectuales de izquierda, antropólogos, sociólogos, etnólogos, poetas, periodistas y jóvenes mochileros del mundo acudieron a San Cristóbal de las Casas, convertida en la sede mundial del altermundialismo aun vigente y una especie de torre de babel donde se producían nuevas ideas para enfrentar la ideología ultraconservadora dominante en Estados Unidos, que incluso predecía con Fukuyama el fin de la historia.
La prensa siguió al detalle a esos pequeños soldaditos indígenas de baja estatura como Moisés y Ramona y sus figuras se reproducían popularmente en muñecos artesalanes que se vendían en los mercados como pan caliente y se volvieron de moda. La prensa mundial irrumpía con frecuencia en la catedral de San Cristóbal, donde daba conferencias de prensa el popular arzobispo Samuel Ruiz, respetado mediador del conflicto y lejano sucesor de Bartolomé de las Casas.
A mi me tocó cubrir el acontecimiento varias veces, por lo que viví ahí y alcancé a captar la magia de sus callejuelas, iglesias, exconventos, plazoletas, el misterio de otros pueblos y rincones poblados por los descendientes de los mayas, la agitación de los jóvenes periodistas y los curiosos del mundo entero. Por eso escribí y publiqué sobre esa experiencia el libro Delirio de San Cristóbal, traducido y publicado en inglés con el título de Mexico madness, inspirado en esas atmósferas históricas del sincretismo latinoamericano que ahora acuden vivas de nuevo, tres décadas después de los sucesos.
Mi amigo el poeta y periodista Javier Molina, nacido ahí en San Cristóbal, me guió por ciertos recovecos y me presentó ancianos amigos de sus padres que me contaban la historia de la ciudad en patios coloniales interiores llenos de vegetación y hasta con loro, al calor de un tequila o un mezcal. Así poco a poco fui adentrándome en ese mundo que en algunos barrios está igual como hace siglos, con la población indígena monolingüe que teje y vende sus productos en los atrios de las iglesias, ataviados con sus prendas tradicionales de antes de la Conquista.