Cuando viví en México experimenté de cerca varias elecciones presidenciales que reflejaban la milenaria cultura de ese país, que tiene mucho de asiático y oriental y está anclado en profundas tradiciones caciquiles. La primera de ellas fue la que llevó al poder a un funcionario opaco llamado Miguel de la Madrid, quien inició los cambios hacia una visión neoliberal de la economía, teoría que entonces estaba en pleno apogeo mundial.
Rodeado de jóvenes tecnócratas recién graduados en Estados Unidos, abogaba por la reducción del Estado, la privatización generalizada de las empresas estatales y la disminución de los subsidios a los pobres y de la intervención gubernamental, pues se consideraba que el capitalismo por sí solo y sin controles, de manera mágica, generaba riqueza como el rey Midas y disminuía automáticamente la pobreza o la eliminaba del todo, haciendo de cada ciudadano un empresario.
El candidato, elegido por medio del sistema del “destape” y el “dedazo”, se convertía de un día para otro en el nuevo tlatoani y el presidente crepuscular que era entonces el poderoso José López Portillo, quien se consideraba el dios azteca Quetzalcóatl, perdió de súbito el aura de monarca absoluto y vivió una larga agonía que se extendía hasta la posesión del nuevo mandatario, muchos meses después.
En ese plazo el país cayó en la más absoluta bancarrota, pues la banca privada sacó todo el dinero del país y tuvo que imponerse un control de cambios, mientras se vivía una inflación gigantesca que arruinó a todos los mexicanos por igual. En un lugar de la ciudad, un producto electrodoméstico podía costar mil veces más que en otro y los precios subían de hora en hora de manera descontrolada. Furioso, López Portillo decidió en contra del pensamiento de su futuro sucesor nacionalizar la banca y en un discurso airado a todo el país gritó que “no nos volverán a saquear”.
López Portillo, quien había sucedido a Luis Echeverría por el mismo método del “dedazo”, era un economista e intelectual ilustrado descendiente de una familia aristocrática que tuvo entre sus ancestros a grandes prohombres de la política y las finanzas. Alto, de rasgos hispanos, elocuente, elegante y vanidoso, el presidente había sido una fuerza durante su mandato que podía con sus iras hundir o con su alegrías ascender a las personas de su corte o a los líderes de sindicatos o instituciones. Al gran escritor Juan Rulfo lo regañó como a un niño por haber sugerido en el marco de un homenaje nacional que se le hacía, que los militares mexicanos eran corruptos y aceptaban “cañonazos” de dinero. Miguel de la Madrid era bajito y rechoncho, pésimo orador, un tipo de funcionario tecnócrata aburrido de tercer rango, carente de brillo o capacidad de reacción, como se pudo atestiguar cuando el terrible terremoto de noviembre de 1985 que semidestruyó la capital y otras ciudades, causó decenas de miles de muertos y dejó el país incomunicado. El Estado casi estuvo ausente y paralizado y fue la sociedad civil la que tomó el toro por los cuernos ante la tragedia. Pero en el vacío de poder tras su designación como candidato del Partido Revolucionario Institucional (PRI), este personaje que también era algo bonachón y amante de los libros, empezó a recibir todos los honores y genuflexiones, opacando al saliente presidente, como vi durante la inauguración precipitada de las ruinas Templo Mayor junto a la Catedral y el Zócalo, sacadas a la luz tras su descubrimiento reciente bajo la dirección del arqueólogo Ernesto Matos Moctezuma. Se veía en medio de piedras, calaveras y pirámides aztecas como todos ignoraban ya al monarca que recién acababa de nacionalizar la banca en contra de la opinión del sucesor.
Miguel de la Madrid nombró también por dedazo seis años después a un poco agraciado candidato, bajito, calvo, flaco, con rostro algo cómico, pero muy inteligente, Carlos Salinas de Gortari, quien fue uno de los ideólogos y cerebros, junto con José Ángel Gurría, de ese brusco cambio económico neoliberal operado por su gobierno y que debía continuar el elegido, quien subió a la presidencia por medio de un fraude realizado a la vista de todo el país y cuyos efectos a la larga terminaron llevando al poder en 2018 al izquierdista Andrés Manuel López Obrador, su más encarnizado opositor y a quien trataron de destruir sin éxito por todos los medios.
México, después de la Revolución triunfante que derrocó al dictador Porfirio Díaz, ha sido un régimen sexenal autoritario de corte asiático y sacrificial que nombra a un monarca absoluto por un periodo durante el cual es todopoderoso y después cae y es castigado por el sucesor, quien por lo regular encarcela a figuras de su séquito o su familia para impedir toda veleidad de “maximato” o de seguir teniendo influencia tras el trono. Eso les ocurrió a Plutarco Elías Calles en la primera mitad del siglo XX y a Salinas de Gortari al final, cuyo poderoso y multimillonario hermano Raúl fue apresado y condenado, tras lo cual el rico expresidente, que hizo huelga de hambre en Monterrey, prefirió el exilio dorado en Cuba y otros países.
Después vinieron varios presidentes sexenales mediocres que gobernaron en medio de escándalos y caos y sus sucesores castigaron siempre al antecesor procesando y llevando a la cárcel a ciertas figuras sacrificiales. Ahora de nuevo los mexicanos acuden a las urnas y la novedad es que por primera vez la nueva presidenta será una mujer. Los analistas y observadores escrutarán esta inédita ecuación, pues el mando no será ya de un cacique o tatloani varón, sino de una nueva monarca heredera de las diosas antiguas como la Coatlicue o la Coyolxauqui.