Aquellos que han seguido con atención la carrera bibliográfica de Byung-Chul Han, nuestro filósofo coreano favorito, a estas alturas ya estarán absolutamente acostumbrados al modus operandi de distribución de sus obras y, por eso, no debería sorprenderles que, cuando menos se lo esperan, algún nuevo destilado de su pluma aparezca traducido como una exhalación en la vitrina de su librería de confianza e, inmediatamente, sientan la imperiosa necesidad de dejar a un lado lo que estén haciendo para leer, en una sentada y del tirón, otra de sus interesantes introspecciones. Una tarea que, con toda certeza, les dejará el cerebro congestionado de tantas inquietudes que deberán deglutir en tránsito lento hasta el año siguiente, cuando este literario ciclo vicioso se repita.
Pues ha vuelto a pasar, esta vez con su más reciente lanzamiento “La Crisis de la Narración”, otra pieza más en la laboriosa construcción del universo hansiano alrededor de la llamada “sociedad de la información”, un arquetipo de comunidad dominado por la aparente transparencia que otorgan las redes sociales y en la que sus habitantes están tan embriagados por la bacanal de datos que generan a cada segundo desde sus celulares que todo y todos nos volvemos medibles y, por ende, susceptibles de optimizar nuestro rendimiento.
Una obra que, con mucha elegancia, hay que decirlo, conecta los pilares fundamentales de la teoría que Han viene erigiendo hace más de una década: la auto explotación de uno mismo que criticó en “La Sociedad del Cansancio” (2010), la desmaterialización de nuestro mundo físico analizada en “No-Cosas” (2021) y los efectos nocivos de la manipulación de la información en internet que expuso en “Infocracia” (2022). Ahora le llega el turno a la narración, aquella herramienta de la que se sirven los grupos humanos para conectar entre ellos transmitiendo experiencias por generaciones para forjar una identidad conjunta, y que, según el autor, está hoy seriamente amenazada.
El argumento es sencillo, pero poderoso: el ejercicio narrativo (storytelling) ha sido cosificado por diversos actores para apelar a los sentimientos con fines meramente comerciales (vendernos un producto, conseguir votos, obtener un veredicto favorable) y esto, sumado a mecánicas propias de las redes sociales que fomentan lo inmediato y lo efímero, como los “stories” de Instagram que desaparecen tras 24 horas, hace que nuestra sociedad hiperconectada sacrifique la narrativa, que exige lejanía y paciencia, por fogonazos de lo que Han llama “información”, extractos inconexos de datos que se publican frenéticamente a manera de informe (dónde y con quién se está, qué productos se usan, qué se está pensando). Allí donde la narrativa se pervierte hasta hacerse irreconocible de la publicidad es donde anida el quid de la debacle que el autor pretende denunciar.
Este fascinante nuevo capítulo del pensamiento de Han nos obliga a reflexionar profundamente sobre la corrupción cotidiana de nuestros discursos y cómo la mercantilización de las historias que nos cuentan (y contamos) aplasta la fuerza de los argumentos hasta desvirtuarlos bajo el peso prevalente de las emociones. Resultando esto en una sociedad de consumo que ha perdido por completo el sentido de sí misma.