Los galardones literarios nunca dejarán de ser aquel efervescente espacio donde opinadores de todo tipo se engancharán hasta la extenuación por el mérito de los ganadores en polémicas tertulias amenizadas con café. Aunque, por mucho que uno pueda discrepar sobre los criterios del jurado para encumbrar a tal o cual autor, hay una virtud inescindible a su nada pacífica labor (y, ahora que lo pienso, es la razón principal por la que disfruto siguiéndolos con fanatismo casi deportivo) y es la facultad de éstos para introducirnos a nuevos escritores de latitudes improbables que, sin tan poderoso espaldarazo, muy posiblemente nunca habrían conseguido infiltrarse en la burbuja de títulos con la que la distribución editorial a gran escala envuelve a las librerías.
El último de estos descubrimientos nos lo ha regalado el International Booker Prize al bañar de gloria a “Las Tempestálidas” de Gueorgui Gospodínov, un nombre que hasta entonces sólo conocían en su natal Bulgaria y en la tenaz editorial independiente Fulgencio Pimentel, donde se gestó la hermosa edición pasta dura que ha llegado al mercado. Gospodínov no lo tenía fácil pues enfrentaba a “El Evangelio del Nuevo Mundo” de Maryse Condé, candidata recurrente en las quinielas del Nobel, pero su texto es una oda tan brutal sobre la memoria y el pasado que sería difícil encontrar argumentos para impugnar el veredicto.
La cosa va sobre Gaustín, el creador de los cronorrefugios, clínicas suizas de tratamiento para pacientes con Alzheimer donde se recrean distintas épocas en sus habitaciones con milimétrica exactitud. Esto con el propósito de proteger a los enfermos de la hostilidad de un presente extraño que no entienden, sumergiéndoles en un capullo temporal donde se sienten seguros entre sus recuerdos volátiles mientras aguardan por una milagrosa recuperación. El proyecto es un éxito sin precedentes y los cronorrefugios se viralizan por Europa, pero todo se saldrá de control cuando, en un intento por aislarse de las tribulaciones del incierto futuro al que nos enfrentamos, países enteros decidan celebrar referendos para convertir sus ciudades en gigantescos cronorrefugios al aire libre.
La primera mitad del libro funciona casi como un ensayo sobre la fragilidad de la memoria que a la vez funge de bitácora sobre la construcción del primer cronorrefugio, y en la que el autor dedica un segmento especial a la vulnerabilidad de aquellos que sufren de Alzheimer, indignándose por la pasividad gubernamental ante una patología que se expande sin respuesta clara desde la ciencia. La segunda mitad es bastante más periodística, pues veremos a un Gospodínov como cronista del futuro (¿pasado?) que salta de país en país intentando documentar los nuevos (¿viejos?) peligros que implican los referendos temporales que se convocan por el continente. Sólo hasta reconocer que no podrán hacer volver al genio a la lámpara, es cuando Gospodínov comprenderá que los cronorrefugios de Gaustín han hecho caer a Europa en las trampas de la nostalgia.
Posdata: el lector con ojo de halcón sabrá apreciar las sutiles referencias a “100 Años de Soledad” en las páginas 16 y 397 con las que Gospodínov abre y cierra la obra.