El lema “Libertad y Orden”, de noble inspiración republicana; el majestuoso cóndor de los andes, una especie cada vez más escasa, lo que indica que más temprano que tarde desaparecerá; y el canal de Panamá, son elementos que integran el escudo nacional, ajenos por completo a la realidad.
El istmo de Panamá dejó de ser colombiano desde comienzos del siglo XX, por la intervención agresiva de Estados Unidos, que entonces gobernaba el general Teodoro Roosevelt (I took Panamá). El poderoso imperio requería de ese punto estratégico de comunicación entre los océanos Atlántico y Pacífico para fines militares y comerciales. Al zarpazo gringo hay que agregarle la indolencia del presidente colombiano de entonces, el poeta y gramático señor Marroquín, quien después se disculpó con cinismo, pretendiendo ser gracioso, diciendo que le habían entregado un país y devolvía dos.
El lema “Libertad y Orden”, el cóndor y el Canal de Panamá son elementos ilusorios de uno de los símbolos patrios, el escudo nacional, que, junto con la bandera y el himno, forman la trilogía que identifica a la Nación colombiana. Pero, en realidad, tales símbolos son mentiras piadosas del orgullo patrio, a las que debe agregársele el cuerno de la abundancia, que derrama riquezas soñadas. El cóndor, es una especie en vías de extinción, el canal de Panamá es “harina de otro costal” y la libertad y el orden tienden a desaparecer. La primera, la libertad, por acción del crimen organizado y la inseguridad expresada en atracos, extorsión y confrontaciones entre bandas criminales, no existe para comunidades encerradas y atemorizadas, sin que las fuerzas del orden, cuya misión institucional es proteger la vida, honra y bienes de los ciudadanos, sea suficiente, o la restrinjan órdenes superiores, mientras que la delincuencia se fortalece. Y el orden terminó en un despelote apoyado por dirigentes políticos y líderes indígenas y sindicales que proclaman el derecho a la protesta como sagrada.
Detrás de esa consigna, democrática y humanitaria, se propicia el vandalismo, como si romper vitrinas, quemar buses y destruir estaciones del transporte público fueran expresiones de un derecho legítimo; lo mismo que paralizar ciudades con bochinches o taponar vías, como si los actores de tales desórdenes tuvieran mejores derechos que los ciudadanos que necesitan transportarse hacia el trabajo o el estudio, abastecerse de bienes indispensables, atender citas médicas y cumplir otras actividades rutinarias.
Los “empresarios” del caos suelen ser políticos que buscan notoriedad y ganar adeptos, utilizando para tales fines a agitadores profesionales y capitalizando el desespero de comunidades abandonadas del Estado. Además de indígenas que proclaman consignas de larga data histórica, poblaciones engañadas con promesas oficiales que nunca se cumplen; sectores productivos (mineros, agricultores, transportadores, artesanos e informales) y maestros y trabajadores de la salud, entre otros, explotados por dirigentes sindicales mañosos y politizados.