En las circunstancias que exigen o ameritan decisiones, los responsables de tomarlas deben privilegiar la racionalidad, por encima de impulsos emocionales, que suelen carecer de reflexión y buen criterio. Mientras mayor es la responsabilidad de quien decide, más necesaria es la racionalidad, para evitar efectos negativos, que afecten a los individuos, o a comunidades enteras. De ahí la necesidad de que altos ejecutivos, o gobernantes, seleccionen con rigor a sus asesores, anteponiendo calidades personales y profesionales a simpatías superfluas o intereses mezquinos. Ese rigor selectivo suele ser obviado por los mandatarios que tienen que cumplir compromisos políticos, en los que prevalecen asuntos que distan mucho de los intereses colectivos. Los casos que pueden citarse como ejemplos son muchos; y a los protagonistas cada quien les puede poner el nombre que corresponde a sus vivencias, porque hacerlo en el espacio limitado de una columna periodística es convertirla en un directorio, perdiéndose lo esencial del manejo del tema por lo superfluo de personalizarlo.
Un problema que afecta a las comunidades, sin distingos de ninguna especie, es la inseguridad. Del crimen organizado, ocasional o callejero pueden ser víctimas desde los privilegiados que tienen carros blindados, escoltas y otras protecciones, hasta los más sencillos transeúntes. Porque, como decía un alto funcionario antioqueño, de rango nacional, para desdeñar el aumento de su esquema de seguridad, “mientras más guardaespaldas tenga, mayor es el número de muertos cuando me maten”. Y, en efecto, lo asesinaron junto a seis de sus escoltas. Eran las épocas pavorosas del cartel de Medellín, que tanto daño le hizo a esta maravillosa ciudad, y a sus gentes, en imagen, calidad de vida, productividad, etcétera. Sólo la capacidad de una raza que “lleva el hierro entre las manos porque en el cuello le pesa”, la de la “dura cerviz”, y la voluntad de autoridades que no se vendieron ni bajaron la guardia, hizo posible que retornara la calma y la imagen de “la ciudad de la eterna primavera” floreciera de nuevo.
El caso que aterrorizó a Medellín tiene nombre propio: narcotráfico. Y éste dejó de ser asunto de dos o tres poderosos carteles en el país para convertirse en una epidemia, que en diferentes grados de intensidad, afecta a todo el país, y a buena parte del mundo, por la capacidad de corrupción que tienen los recursos económicos que maneja. El fenómeno terminó permeando a los grupos guerrilleros de ideología comunista, supuestamente defensores de las clases populares, cuyos cabecillas dejaron de ser redentores de pobres para convertirse en potentados, de ingresos económicos extravagantes, cuya arrogancia sobresale en las mesas de diálogo. El asunto, de efectos depredadores y alcance general en la sociedad, exige un manejo más racional que emocional, porque los responsables de proteger “la vida, honra y bienes” de la sociedad no pueden estar acuartelados por orden del comandante general, que invoca babosadas ideológicas, mientras el crimen organizado, o rasero y callejero, se lucra del terror colectivo y gana más espacio.