Entre la humildad y la arrogancia hay un término medio: la dignidad. Ésta hace posible el equilibrio emocional. Sancho Panza, el “filósofo de la sensatez”, le llamaba la atención a Don Quijote, de quien era escudero, por sus impulsos temerarios, diciéndole: “Amo, entre el miedo y la temeridad hay un punto medio racional: el valor”. En efecto, el miedo es paralizante, la temeridad es imprudente y el valor es reflexivo. De la premisa se concluye que las ideas liberales, aplicadas a la conducción de los pueblos, constituyen el equilibrio necesario para la convivencia y la armonía sociales. “Todo extremo es vicioso”, dice la gente del común, que no ostenta títulos ni habla idiomas distintos al materno, pero hace gala de la sabiduría popular, que es la materia prima con la que los académicos dictan clases y escriben libros.
La frágil personalidad de los dirigentes aparece cuando “se les suben los humos” (otra expresión propia de los hijos de la gleba), cambian de actitud, miran para abajo al resto de los mortales y “se creen salidos del sobaco del Padre Eterno”, como decía don Simón Díaz, un sabio profesor de tiempos idos. Esos ídolos de barro, al llegar al poder, asumen posturas mesiánicas y se les insufla el ego, lo que a muy pocos les causa admiración, pero los subalternos tienen que tolerarlos, los más cercanos les previenen de consecuencias adversas (sin ser escuchados) y los demás, con independencia y postura filosóficas, se los gozan, como el espíritu burlón, que detrás de una cortina “se reía…, se reía”.
Cuando los gobernantes, que alcanzaron los alamares del poder gracias a las desviaciones de la lógica en una democracia decadente, buscan la manera de lucirse, asumen un talante providencial, salen a exhibirse en escenarios internacionales, buscan codearse con los personajes más relevantes de la farándula política, improvisan discursos en los que desmenuzan las genialidades de sus mandatos y achacan a sus antecesores los errores cometidos, consecuencia de problemas heredados; aparecen más maduros, con canas que les infunden dignidad, pero permiten que un mechón rebelde aproxime su figura a la juventud; manejan con maestría las ayudas audiovisuales; intercalan en sus discursos expresiones de caudillos reconocidos y recorren con suficiencia los auditorios, cobijándolos con mirada prepotente. Mientras tanto, los sufridos gobernados suspiran y repiten: ¿hasta cuándo?, con las esperanzas puestas en un próximo gobierno, porque se acostumbraron a vivir de ilusiones. Sin embargo, pasan los períodos, unos tras otros, sin reconocer, y menos intentar corregir, que el problema es el sistema, hecho a la medida de gobernantes arrogantes e ineptos, cuyos mandatos son para ellos una meta, más que el camino para ser útiles a las comunidades que los eligió. A los gobernantes de formación precaria y egolatría subida, el poder les causa una variedad de soroche especial, que no da en la cima de las altas montañas, sino en los palacios presidenciales.