Jorge Luis Borges en uno de sus cuentos (El atroz redentor Lazarus Morell)) describió un caso de especulación económica aberrante, pero posible cuando se privilegia la ganancia, la utilidad, sin talanqueras morales. Se negociaban esclavos
negros como otra especie de ganado en los estados del sur de los Estados Unidos y unos hábiles traficantes -dice el relato de Borges- ingeniaron un sistema bastante lucrativo: ayudaban a los esclavos a huir de sus amos, los vendían en otra parte, participándole al fugitivo de la ganancia. La operación la repetían varias veces, hasta que salía el aviso del dueño original ofreciendo recompensa por la captura del esclavo. Entonces los hábiles negociantes, que sabían dónde estaba el infeliz, lo entregaban y cobraban la recompensa. Esa figura económica se identifica como utilitarismo, que, según lo definen los textos, es anteponer el beneficio económico, la utilidad, a todo principio moral. Es lo que ha sucedido en Colombia con la contratación, permeada por la corrupción, porque los presupuestos deben incluir comisiones para intermediarios y coimas a funcionarios ordenadores del gasto, además de “beneficios” para quienes otorgan licencias de construcción, ambientales y otras, según el caso. El resultado, verdaderamente depredador del patrimonio público, son sobrecostos y dilaciones en tiempos de ejecución de las obras; “elefantes blancos” (obras iniciadas y nunca terminadas, pero oportunamente pagadas); malos diseños; peores construcciones, con materiales insuficientes o de mala calidad; y frustraciones para las comunidades afectadas. Innumerables casos hay en Colombia, tantos que ameritan un espacio los lunes en el noticiero CM&, en el que la hermosa presentadora exclama: “¡El elefante blanco de todos los lunes!”, y muestra casos, debidamente documentados, que claman justicia.
La corrupción, que era “privilegio” del sector oficial, ahora campea también en la construcción privada. Imponentes edificios de apartamentos, de atractiva presentación, ubicados en sectores de privilegio, en ciudades tan exigentes como Medellín y Cartagena, entre otras, se venden a altísimos precios; los bancos financian a los constructores y después a los compradores, con todas las garantías, como debe ser; los ilusos adquirientes invierten en la cuota inicial ahorros y cesantías parciales. Poco tiempo después de estar ocupados los inmuebles, aparecen fallas de construcción tan graves que obligan a los usuarios a desocuparlos por orden oficial. Finalmente, las familias se tienen que ir a vivir en arriendo o de arrimadas donde parientes; los ahorros se esfuman; la deuda queda viva; y las autoridades, en muchos casos, ordenan la demolición de los edificios, porque representan riesgos para vecinos o transeúntes. ¿Y los constructores? ¿Y los seguros? “Ahí comienza Cristo a padecer y la Magdalena a llorar”. Demandas, apelaciones, dilaciones, tutelas… Lo cierto es que los constructores aviesos privilegian la utilidad por encima de la calidad: y maquillan las obras para atraer incautos compradores, que finalmente se quedan sin vivienda, sin ahorros y endeudados. Y de los responsables: constructores, curadurías, oficinas de planeación, pólizas de garantía e interventores… ¿qué? Algo anda mal. Pero la que anda peor es la ética profesional.