La noticia sobre la muerte del escritor caldense Jorge Eduardo Vélez Arango me llegó tarde. Me enteré por el artículo que en el suplemento literario La Artes, que publica El Diario, de Pereira, escribió el exdirector de La Republica Jorge Emilio Sierra Montoya. Inmediatamente recordé las charlas que sobre literatura sostuve con él en la sala de su casa en el barrio Palermo. Mientras conversábamos, su esposa, Isabelita Mejía, nos ofrecía tinto. Al leer las evocaciones de Sierra Montoya sobre su amistad con el autor de la novela Seluzinam se me vino a la memoria la última vez que fui a buscarlo a su residencia. Al tocar el portón de esa casa de una sola planta que queda media cuadra arriba de la Normal Superior de Caldas, quien abrió la puerta me dijo que lo habían llevado a vivir en un hogar asistencial.
Escribe Jorge Emilio Sierra: “Tras sus tempranas incursiones en las más modernas técnicas literarias, Jorge Eduardo volvió al lenguaje limpio, transparente, sencillo, como queriendo recorrer el camino de su abuelo, Rafael Arango Villegas”. Hay que decir que Vélez Arango no siguió el ejemplo de su abuelo en el arte de escribir. Fue un escritor más moderno, formado en la lectura de los clásicos franceses, que experimentó en nuevas técnicas narrativas, construyendo frases en un lenguaje sobrio. Seluzinam, la novela que publicó recién llegado de Paris, tiene un estilo narrativo propio, ajeno al costumbrismo de Arango Villegas. Influenciado por lo que en Francia se llama novela corta, en este libro de 99 páginas el espacio geográfico es Manizales y la narrativa no tiene connotacion paisa.
Adriana Villegas Botero escribió hace poco en su columna de La Patria que cuando se entera de la muerte de un escritor caldense corre a su biblioteca para buscar los libros escritos por el autor fallecido. Igual me pasa a mi. Y eso hice al enterarme del fallecimiento de Jorge Eduardo Vélez Arango. Allí tenía, con dedicatoria, varios de sus libros. Al tomarlos en mis manos, recordé que cuando me entregó Inventario de sueños y Diario de un contador, dos libros de cuentos, me advirtió que continuaba trabajando la palabra con la misma pasión con que lo hizo cuando escribió Una novela sin título. Como hacía varios años no había vuelto a escribir columnas de carácter literario, lo invité entonces a que escribiera en el quincenario La Verdad, periódico que yo dirigía en el año 2005.
A Jorge Eduardo Vélez Arango la literatura le llegó por los caminos de la sangre. La pasión por escribir la heredó de su abuelo, Rafael Arango Villegas. Asistencia y camas, el célebre libro por él escrito, debió haber sido en sus tiempos de niño un gran alimento para su espíritu. Lo mismo Cómo narraba la historia sagrada el maestro Feliciano Ríos. Aunque nunca se lo pregunté, es de suponer que estos dos libros lo marcaron intelectualmente, dejaron huella en su mente inquieta y le señalaron senderos para trabajar con la palabra. Quienes tuvieron la oportunidad de compartir con él salón de clase en el Colegio San Luis Gonzaga señalan que sobresalía como estudiante. Ninguno de los que fueron sus compañeros de esa época se sorprendió cuando viajó a Paris para estudiar economía y planeación.
Al revisar los artículos publicados en La Verdad, encuentro que Vélez Arango conservaba, nítidas, en su memoria, las imágenes de ese París que conoció en los años setenta. “Junto a la Iglesia de Saint Germain, en pleno barrio latino, en aquella callecita que lleva el nombre del poeta surrealista Apollinaire, se reunían varios jóvenes. Ahí estaba Simone de Beauvoir, la amada de Jean Paul Sartre”, escribe en una columna. Las menciones a las calles parisinas, a su cultura, a los cafés donde se reunían grandes escritores, a las aguas del rio Sena, al Arco del Triunfo, al Centro Cultural Georges Pompidou, al Museo del Louvre y a la historia misma de la ciudad dejan ver que su admiración por la cultura francesa era inmensa. Hay en esos artículos una mirada profunda a los espacios que le dan identidad a París
El autor de Parábolas de la niña que era poeta tenía corazón de niño. La ternura se advierte en sus narraciones infantiles. También sus preocupaciones temáticas. Una noche cualquiera le dio por irse para La Bahía, el trasnochadero que quedaba en la calle 21, con una guitarra, a cantar tangos. Quería saber cómo respondía la gente a la música de los guitarristas. Cuando, después de cantar, miró el recipiente que había puesto en el suelo para que la gente dejara algún dinero, comprobó que no eran solidarios. Le causó indignación. Escribió entonces, en un artículo titulado “Pequeña tragedia en Do Mayor”, que quiso conocer las dificultades de los artistas callejeros. Así era Vélez Arango. Un hombre sencillo, con sensibilidad artística, que nunca hizo alarde de ser parte de una familia acomodada.