De pequeño veía a mis tíos y primos reunirse para elevar un globo hecho en papel de seda. Cada uno debía tomar una esquina del poliedro mientras lo estiraban cuidadosamente. Alguien encendía el mechero y otra persona, dentro de ese preciso trabajo articulado, debía comenzar a ventear hasta que el aire caliente elevara el globo de cantoya.
En muchas ocasiones el globo se iba hacia lo alto en noches despejadas. En otras, fracasaba en su vuelo ante el cableado de energía o caía en cualquier lugar. Acto seguido, había risas y buenos recuerdos, como este de mi niñez sobre algo que era muy normal los 7 de diciembre de la década de 1990, en mi caso.
Este jueves y viernes es el tradicional alumbrado a la Virgen María, fiesta católica por la celebración de la Inmaculada Concepción, y que ha cambiado últimamente por el nombre popular de ‘días de velitas’. Es, quizás, mi fiesta favorita, por encima de la Navidad y la cuenta regresiva al nuevo año.
El par de noches del 7 y 8 de diciembre tienen una magia propia, pues se sienten como la largada a un fin de año que otorga un ritmo distinto y un descanso frente a lo ordinario.
Confieso que pasar por segunda vez consecutiva esta fiesta lejos de casa me causa ‘guayabo’, una sensación de pesadumbre y ahogo, pues me encantaría poder disfrutar en Colombia del diciembre que tanto añoro y aprecio desde lejos.
Todo este amor decembrino viene en nuestras venas y de las tradiciones más antiguas, como los Saturnales, la antigua festividad romana que se celebraba en honor al dios Saturno, dios de la agricultura y la cosecha. Esta celebración tenía lugar en diciembre, específicamente para el solsticio de invierno en el norte. Generalmente, se llevaba a cabo alrededor del 17 de diciembre.
Algunas características es que se invertían las normas sociales y los esclavos eran liberados temporalmente de sus deberes, mientras que los amos les servían. Se consideraba una forma de liberación simbólica de las tensiones sociales.
Era una festividad que estaba marcada por banquetes, celebraciones y un ambiente general de regocijo. La gente compartía comida, participaba en festivales callejeros y el intercambio de regalos era común. Las ciudades y hogares se decoraban con guirnaldas y antorchas, lo cual simbolizaba la luz que regresaba después del solsticio de invierno.
En la antigüedad o ahora, con la llegada de diciembre se sienten otro aire y ánimo en el ambiente.
En el último mes repetimos lo que nos gusta hacer año a año con los seres más queridos: reuniones, festines alrededor de la mesa familiar, encuentros con amigos, cierre de ciclos o celebraciones. También brota un aliento solidario y amable que es posiblemente esquivo durante muchos meses del calendario.
Pero, ¿qué tienen las tradiciones decembrinas que nos cambian la perspectiva existencial, por al menos, 31 días?
Desde una perspectiva existencialista -que me identifica por estos momentos-, los filósofos como Jean-Paul Sartre y Albert Camus argumentarían que la vida humana está intrínsecamente inspirada en la responsabilidad de crear significado en un mundo aparentemente absurdo.
Diciembre, con sus tradiciones arraigadas, ofrece una oportunidad única para la creación y participación en actos que adquieren significado personal y colectivo.
La fenomenología, como la abordada por filósofos como Edmund Husserl y Maurice Merleau-Ponty, se enfoca en la experiencia directa y subjetiva de la realidad.
En otras palabras, en diciembre experimentamos una transformación del entorno: luces brillantes, decoraciones festivas y melodías características. Esta alteración del entorno puede tener un impacto profundo en nuestra percepción y vivencia del tiempo, generando una sensación única de ‘atemporalidad’ donde el pasado y el presente se fusionan a través de las tradiciones que van entre generaciones.
Las tradiciones de diciembre, como la celebración de festividades religiosas, la reunión familiar y los actos de generosidad, pueden cambiar nuestra perspectiva existencial al proporcionar un sentido de continuidad y conexión con algo más grande que nosotros mismos.
La repetición anual de estas tradiciones crea una estructura temporal que trasciende la linealidad del tiempo ordinario (de enero a noviembre), ofreciendo un espacio para la reflexión, la renovación y la actualización de propósitos, si se tienen. En diciembre pensamos siempre, creo yo, en trascender.
En un mundo donde la libertad individual y la responsabilidad son fundamentales, la elección de actos altruistas y solidarios durante este mes puede considerarse como una afirmación de nuestra capacidad para trascender el egoísmo y crear significado a través de la conexión con los demás.
Diciembre tiene muchos atributos, pero, también es una época odiada por aquellos embriagados de nostalgia y recuerdos. Es difícil tener que repasar esta época añorando lo que no va a volver o a quienes ya no están. Hay una canción que dice: “Aquellos diciembres que nunca volverán”.
Supongo que lo dice por las generaciones que ya se marcharon. Ignoro y desconozco cómo habrían sido, pero, en algo tienen razón: diciembres que nunca volverán, como las noches adornadas con globos de cantoya.