“En el periodismo hay que ser veraz, no neutral”, dijo una vez la maestra del periodismo mundial Christiane Amanpour.
Seguir la verdad es lo que enfoca la filosofía de este oficio, que cuenta todas las historias, por crudas y dramáticas que sean estas.
Hace poco, me encontré de frente con una historia cruda, difícil de comprender porque develaba la crueldad de la guerra y lo absurdo que trae consigo.
En medio del conflicto entre Israel y la acción terrorista de Hamás, un grupo de judíos ultraortodoxos se dedicaban a reunir los restos de los cuerpos de sus amigos que murieron en el ataque.
El artículo dolía porque estaba permeado en la dureza de la muerte, en las condiciones que se daban los fallecimientos y en la dificultad de encontrar los cuerpos. También, porque saltaba a la imaginación pensar cómo esas familias hacían sus procesos de duelo.
Por lo anterior, este relato hecho por Joel Gunter es fuerte, difícil de narrar y de leer. Lo entendí como periodista, pero lo sufrí como individuo.
Por momentos es complejo concebir cómo en el universo de la narrativa periodística caben prácticamente todo tipo de historias -como esta- que son relatos de la realidad y que están cerca o lejos de nosotros.
El periodismo, como otras profesiones, no está exento de una carga emocional, y cubrir los desastres de la guerra aflora esas emociones sin compasión.
Por momentos, pienso en los colegas que ahora están en Gaza -atrapados- y que en su quehacer se han enterado del fallecimiento de sus seres queridos en medio del fuego bélico o contar cómo se arrasa con un población, además de ver con impotencia el desconsuelo de la niñez.
Recuerdo a la corresponsal que quebró en llanto cuando pasó un huracán por la isla de San Andrés hace tres años. Ella no creía que estaba contando, desde su posición profesional, que el lugar donde creció como persona con todos sus seres queridos, caía como un castillo de naipes.
Una de las historias más difíciles que he narrado en mi carrera periodística la conté en el 2015 en La Patria Radio, cuando describí la muerte de una mujer cuyo mayor deseo era casarse con su novio. Ella murió de cáncer minutos después de haber dado su sí y quedar casada.
Era una historia ordinaria, tal vez, pero que me tocaba emocionalmente tras haber perdido a alguien cercano por el mismo tipo de enfermedad unos meses atrás.
Ni qué decir de los periodistas en Colombia que han sepultado a sus colegas amigos asesinados por hacer su trabajo y, luego, han tenido que contar su dolor de forma precisa a sus lectores y audiencias, como sucedió en estas mismas páginas de LA PATRIA en 2002 tras el atentado que sufrió Orlando Sierra y luego la noticia de su muerte.
Como estas historias, hay un sinfín. Son innumerables los relatos que tenemos sobre la crudeza de la vida y que solo conocemos de manera detallada por los medios de comunicación -sin que esto sea regla-.
El periodismo es un oficio complejo e ingrato en muchas ocasiones. Contar a los demás lo que vemos no es fácil, menos cuando la personalidad choca con las demandas del oficio. Pero, diferente a lo que puedan pensar fanáticos, hay personas sensibles detrás de las historias contadas con todo tipo de dramas y emociones.
Lo que más forja a un periodista es lo que no se ve. Por ejemplo, las horas que puede durar buscando una fuente, insistiéndole, cazándola. Luego, editando, peleando por su nota ante sus editores, rehaciéndola y ajustándola. También, porque la información aparece en cualquier momento y no aguarda que sea solamente en horarios de oficina bancaria para su publicación.
Como periodistas siempre llevamos un poco de las historias que hemos cubierto. Supongo que ninguno de nosotros lleva la cuenta de cuántas son o de cuáles han sido las que más nos han marcado. Solo sabemos que en el afán de contar también cometemos errores y a veces disfrazamos nuestra miopía e ignorancia sobre la realidad usando adjetivos que no nos compete usar.
Este oficio tiene momentos difíciles y desgastantes y uno de ellos es tener que ser ese filtro y notario de una realidad cruda y por momentos ruin. Tiene un costo emocional alto que conozco y que pago en pequeñas incómodas cuotas.