¿Qué hacemos cuando el ingenio de una persona es incomprendido? ¿Cómo entendemos el amor cuando no es convencional y excede los límites de nuestro juicio? ¿Cuánto sabemos de los demás y qué tanto estamos dispuestos a renunciar a saber?
Podría hacer más preguntas y quedarme toda una jornada planteándome tantas inquietudes y especulaciones que saltan en Tan poca vida, novela de Hanya Yanagihara publicada en 2015.
Ella no nos plantea una ficción fácil. De hecho, apela a emociones difíciles de procesar y pone al lector pone de frente y sin alivio ante lo dolorosa que puede ser la existencia. Lo lleva a un aura de dolor y tristeza que solamente se sana por medio de la empatía y la compasión.
No se trata de una creación depresiva. Por el contrario, considero que gran parte de su narración encierra la belleza más allá de los conocidos clichés y limitantes del romanticismo y sentimentalismos actuales.
Tan poca vida es un reto enorme, especialmente, para aquellas personas que han decidido suprimir de su vida aspectos tan fundamentales de la existencia como el sacrificio, el compromiso o el mismo sufrimiento. La creación de Yanagihara es una mirada sin edulcoramientos a las relaciones humanas, de los traumas, de los duelos.
Esta novela se centra en la vida de un grupo de cuatro amigos y sus relaciones interpersonales por un poco más de tres décadas, tiempo en el que cambian, consolidan sus filosofías y pensamientos, se mudan, retan sus creencias, reprochan lo inflexible del destino y se afinan a cuidar su relación amistosa y amorosa por encima de todo.
Tras la lectura, se inicia un profundo proceso por entender cuánto sabemos de los demás o de nuestros más allegados, de sus sufrimientos, de los hechos que les han marcado, de los duelos que aún punzan como púas el corazón y la mente. Tan poca vida sondea en nuestra neutralidad y obliga al lector a tomar partido desde la emoción y la compasión.
Con un poco más de mil páginas, absorbe al lector enseñándole lo impredecible e irreprochable de la comprensión humana, de los actos que carecen de libreto, que se sustancian en la emotividad y la espontaneidad y que viven con los años.
Tan poca vida tiene demasiada vida. Aunque hay críticos que dicen que la novela puede ser considerablemente más corta, mi sensación es que dura lo que debe ser, lo mismo que el dolor o la felicidad, que no se pueden extender según el deseo.
Por momentos, en medio de tantas situaciones complejas y dolorosas, se hace necesario respirar y poner la historia a enfriar por un tiempo. Puede ser abrumadora y consumir muchas emociones en poco tiempo.
El punto de todo es que esta ficción no sale más allá de los dramas que están sepultos dentro de nuestra realidad social: abusos, desprecios, miedos y violencias que marcan nuestro devenir como seres humanos comunidad. Es un repaso sobre el desorden agitador que llega con la muerte y el duelo que descompone y desarma; del cariz con que un padre acoge a un hijo con amor, y del poder del perdón.
Pero, sobre todo, diserta del valor de la amistad cuando esta verdaderamente tiene cimiento en el amor. Esta novela resolvió recordarme lo poético y bello que es caminar con los demás y aceptar sus cortes y sus cicatrices, humores y furias, angustias y fortalezas. Tan poca vida renueva las esperanzas y los votos en la amistad y el amor.
Jude, Willem, Malcolm y JB decantan las sombras y los claros del vivir, de la magia de compartir lo que a todas luces es invisible, pero imprescindible, empezando por el dolor y lo inenarrable del amor.
Si tiene oportunidad, lea Tan poca vida. Usted redescubrirá allí todo lo que ha vivido y pondrá puede poner en duda lo que ha aprendido sobre qué es vivir.