Dijo alguien que el ser humano varón, una vez concluido el acto sexual se convierte en un animal triste. Cuando ya no existe la excitación, cuando se ha concluido el goce de ese roce con las alturas del paraíso, lo lógico es que ello ocurra, porque ex post facto se regresa al propio estado terrenal y prosaico. Y se paga el desgaste natural de energía descendiendo a este mundo lánguido y material.
El orador de plaza, no el expositor o el conferencista; no el muy medido y reflexivo que lee su alocución, sino el de campaña electoral y de multitudes, este sí, mientras habla se extasía, se emociona, se desborda, como en el desarrollo del sexo. Como en el amor, establece un vínculo con su oponente que lo escucha; y es estimulado, jaleado por éste. Se da una alimentación recíproca… como en el sexo.
Cabe aquí Platón, con la alegoría del carro alado. Aunque ajustándola un poco. El auriga dirigiendo el carruaje tirado por dos caballos, uno blanco y otro negro. Son las dos inclinaciones del alma humana. Este la pasión y aquel la razón. Tanto en el caso del acto amoroso como en el del orador de multitudes, prevalecerá el caballo negro. En ambos lo pasional, lo ardiente, lo caluroso.
El aterrizaje, sin embargo, es diferente en el uno y en el otro caso. Mientras que en el coito lo subsiguiente puede ser una cierta melancolía, en el evento del orador, este, al concluir, estará muy satisfecho. La energía gastada no importa. Como a las manifestaciones solo van los áulicos, ya predispuestos a emocionarse con las palabras respectivas, terminada la faena le quedarán resonando al tribuno los aplausos, los vítores, las expresiones de aprobación. Al contrario, un animal feliz.
Unos y otros, tanto el orador como el seductor o la seductora, buscan persuadir. No es la verdad lo que persiguen, sino la adhesión al respectivo objetivo. Mark Twain: “la elocuencia es la parte esencial de un discurso, no la información.” Válido para el amor también.
Dicho lo anterior, hay que reconocer que los oradores de muchedumbres ya no son tan decisivos. Desde hace más de 150 años los periodistas en Europa vaticinaban la decadencia de estos actores. Aquí siguen contando, pero menos. El ritual de la plaza pública disminuye pero no se abandona.
En esa minusvalía de los oradores ha intervenido la televisión, medio que se usa por la ciudadanía, en una inmensa proporción, para informarse de los asuntos políticos. Se trata de un medio frío, en donde la altisonante voz del perorador, sus ademanes exagerados, su gesto altivo, sus trémolos, son percibidos como agresivos y ridículos desde el santuario apacible e íntimo del televisivo hogar.
Algo parecido ocurre con las redes. Aquí el orador está fuera de contexto. El celular, la tableta, el computador, no son para gritos, para gestos exagerados, para lirismo superficial. En fin, para grandilocuencia.
A los oradores les está ocurriendo lo mismo que a las mujeres con la cuestión del sexo en el matrimonio: la televisión actúa como el mejor contraconceptivo.
Opino –y no me equivoco- que hoy en día las mujeres han madurado mucho. Mucho más que los hombres. Ya no precisan tanto de casarse. La solterona es una institución culturalmente del pasado. La decisión de matrimoniar por parte de ellas ahora es más racional. Los galancetes, esos demagogos seductores de antaño, brillantes como novios pero pésimos como maridos, están en su ocaso y han sido derrotados por el sentido auscultador y previsor de las actuales doncellas. Vocablo antiguo este último que lo uso porque también está en desuso, de hecho y de urbanidad, el término de “señorita”. A nadie le importa si lo es o si no lo es.
Este cambio cultural del sexo femenino, ha hecho que con este último no la tengan fácil los oradores. Inclusive ellas hoy son más inmunes que los hombres al llamado embrujador de esos tribunos de multitudes.
Lord Morley, político e historiador inglés, Secretario de Estado para la India, aseguró que desde los griegos “la oratoria ha sido un arte funesta.” Exagerado, tal vez. En campaña esos emocionados y enardecidos dialécticos de la improvisación pública se desorbitan, se comportan como manipuladores de la palabra, prometen más de lo posible; y así terminan perjudicando la democracia. Parecidos a ciertos obsoletos varones afanados por engañosamente acceder al lecho de la hembra.
Para fortuna de los tiempos correctos, la televisión, las redes y la cultura vienen neutralizando tanto a estos como a aquellos.