Comparo a la democracia con la diosa Vesta, virgen y protectora de la Roma antigua y del Estado, en cuyo templo debía mantenerse siempre encendido su fuego sagrado. Si este llegase a extinguirse, se pensaba, surgirían graves desgracias para la comunidad. Para ello existían las vestales, vírgenes también, obligadas a mantenerse castas, resguardadas en su templo y destinadas a vigilar, permanentemente, esa llama. Caso que se descuidara la encargada, y dejase que se apagara, sería azotada. Y si alguna tuviese relación sexual con cualquier hombre, sería enterrada viva.
Repito, comparo a la democracia con la diosa Vesta. Y a los políticos y gobernantes con las vestales, no por lo vírgenes (ingenuo, me causa risa, esto), sino porque una comunidad bien informada debería obligarlos a ellos a comportarse como los guardianes del “fuego sagrado” de la democracia.
La democracia, esa gran construcción que se configuró para el difícil manejo del poder en manos de los humanos. Porque el ser humano ama el poder y lo odia, según que lo maneje o lo padezca. Lo sabe necesario, pero se resiente cuando lo siente. El poder construye pero también destruye. Envejece. Se desgasta. Trata de reencaucharse. Tiende siempre a crecer, a desconocer todo límite, a perpetuarse, a tornarse arbitrario.
El poder es como Proteo, el mítico dios marino, dios que cambiaba de forma y que manejaba grandes secretos. José Enrique Rodó lo caracterizó, a Proteo, el “de las muchas metamorfosis…resurge y amplía… el dientecillo oculto que roe en lo hondo del alma; el gusano de seda que teje allí hebras sutilísimas… que a cada instante te matan, te rehacen, te destruyen, te crean…”
Hablo de la democracia y de su hija principal: la esperanza. Mi admiración por la democracia obedece a que esta, una virgen como Vesta -qué tal- ha organizado, sometido y domado a ese proteico poder, atendiendo y sirviéndose de uno de los mayores valores sicológicos del ser humano: la esperanza. Y no para con los poderosos sino para con los gobernados.
Deriva esa esperanza en el hecho de que en la democracia nada es definitivo. El perdedor conserva su esperanza, pues ya llegará el día de la próxima elección. Los guerrilleros, que se separan de la democracia, son una excepción, y por eso ninguna guerrilla ha conseguido tomarse el poder por las violencia, en una democracia. El resto de la población conserva la otra esperanza, la democrática.
Mientras que la dictadura pretende generar en la población, y en los opositores la “impotencia aprendida”, la democracia les impone a los derrotados la esperanza y con ella la obligación de pensar, de crear y de trabajar para tratar de acceder en el futuro al poder.
La verdadera democracia ni mata ni ata ni acorrala. En ella todos pueden respirar. Refrán latino: “cum spiro, spero”: “mientras respiro, tengo esperanza”. Y valedero también para lo contrario: “cum spero, spiro”: “mientras tengo esperanza, respiro”.
Harold Laski, teórico de izquierda, inglés del sigilo pasado , resumió esto muy bien. La democracia, escribió, “es el ambiente en el cual el hombre tiene la oportunidad de ser su mejor versión posible”. He aquí la gran esperanza.
Es posible que el elegido de hoy no cumpla, que falle. No será eterno. Permanece la esperanza en la posibilidad de cambiarlo.
La esperanza es una forma de la fe. Esta última la genera, la mantiene, a aquella, a la esperanza, para que, en la derrota, no desespere. Fe y esperanza, madres de la paciencia, sabia virtud, y que, además de sabia lo es pacífica. Virtudes todas del demócrata.
Es como una madre. La democracia, que no se considera definitiva y que, en su forma y en su fondo, se va engalanando, para nuestro bien, de protectoras vestiduras. Hoy, con lo que se llama la democracia liberal, que es, repito, como una madre. La mamá de los pollitos, que nos protege de los detentadores del gobierno mediante la separación de poderes, con los pesos y contrapesos. Y también con los derechos individuales, consagrados como consustanciales a la verdadera democracia. Maestra de la tolerancia, nos enseña este valor, la disciplina que hace que vencedor y vencido convivan en paz con sus tesis opuestas.
Crea, a diferencia de los otros sistemas, dos sinergias La de las mayorías, que consiste en unirse para conseguir lo propuesto. Y la sinergia de los derrotados, que es la de criticar para enderezar y la de dedicarse a pensar como se propone algo mejor.
Y el ideal, que tantos consideran cono imposible se da en ella: la igualdad. Es una falla su debilidad ante el dinero, pero, dígase lo que se quiera sobre el tema, por lo menos la igualdad se da, de manera absoluta, en un día, el de las elecciones. Una cédula simple -aquí-, la otra -más allá-, no importa esta lo poderosa, lo genial, lo llena de dinero, las dos valen, suman y deciden con igual dignidad y número.