Muchos casos de enfermedades de ciertos gobernantes han sido tan graves como para considerar, sin mas, a esas sus majestades reales como incapaces para ejercer sus cargos.
Felipe V de España (1700), se sentía perseguido por el sol, astro que le dio alcance y lo golpeó en sus órganos internos. Carlos VI de Francia (1400), se creía, como “El Licenciado Vidriera” de Cervantes, compuesto de ese material, y por miedo a que lo quebrarán, se hacia colocar entre los vestidos varillas de hierro que lo protegieran; cada noche intentaba, en el lecho, matar a su esposa, su enemiga, que así, no obstante inerme, podría destrozarlo; fue por eso por lo que ella colaboró para conseguirle una amante, Odette de Champdiviers, la que lo calmó, y así -caso insólito- en las noches esta dama protegía a la reina. Enrique VI de Inglaterra (1453), cayó en estado catatónico, parecía no ver y estuvo 17 meses sin hablar y casi sin moverse; cuando “se despertó”, se encontró con que su esposa había dado a luz a un niño; sin problema lo declaró hijo del Espíritu Santo. También en Inglaterra, muchos años después, el rey Jorge III, mientras se paseaba por el jardín, se detenía y saludaba a un roble a quien confundía con el embajador de Prusia
No se requeriría algo tan grotesco como lo anterior, para que cualquier gobernante, por su enfermedad, sicológica o somática de alguna gravedad, llegue a generar dudas sobre su capacidad -o calamidad- para conducir a su respectivo país.
Para efectos de quienes nos gobiernan, hay que tener en cuenta que aquello que le ocurre al ser humano cuando se enferma de alguna consideración, se potencia en los hombres de poder.
Quien se encuentra en esa situación -la de alguna enfermedad de rigor-, ingresa a un mundo sicológico nuevo, desconocido, hostil en algún grado y que requiere un manejo que se sale del manejo de la vida normal. Su propio cuerpo como su enemigo. Se altera la visión que tiene de él mismo y del mundo que lo rodea. Cambian sus prioridades. Depresión. Encerramiento. En otros casos egoísmo, irritabilidad, intolerancia. Actitud defensiva. Se modifica hasta el sentido del tiempo. Se crecen las influencias del médico y los parientes cercanos. Algunos medicamentos pueden alterar la personalidad. Se cambiará, así sea temporalmente, la forma como el enfermo suele afrontar sus posibilidades, sus deberes, sus decisiones y su problemática.
Aquí, en Colombia, aun tenemos un retraso muy grande frente a lo que se tiene como evidente, en estos casos, en los países más organizados, pues aquí seguimos creyendo que la enfermedad del gobernante es solo una cuestión privada. Gran equivocación. Como se verá, este asunto puede convertirse en algo de vida o muerte, no solo para el mandatario sino también para muchos de sus semejantes.
Woodrow Wílson, presidente de los Estados Unidos, uno de los vencedores de la primera guerra mundial (1919), después comenzó a dar muestras de trastornos en su personalidad; estuvo 7 meses parapléjico. Su esposa manejaba el país. Si hubiera renunciado y cedido la presidencia a Thomas Marshall, su Vice, este, sin tales problemas, hubiera podido conseguir que el senado aprobara el ingreso de su país a la Sociedad de la Naciones (la ONU de esos días), la que, por no contar con los Estados Unidos, nació sin dientes; aproximan que si ese país, la mayor potencia mundial ya en ese entonces, hubiera estado allí, hubiera podido, esa organización, lidiar con la Alemania de Hitler. Pudo ser; tal vez se hubiera podido evitar esa nueva segunda guerra de 8O millones de muertos.
Frank D Roosevelt (1944), ya estaba enfermo cuando lo eligieron para un cuarto periodo. Vencedor en la Segunda Guerra Mundial, en Yalta, disminuido, no supo lidiar con Stalin. Los países de Europa oriental cayeron bajo el dominio de este último. Y cuánto fue lo que padecieron bajo esa tiranía tantos millones de seres humanos por tantos años.
En otros casos, puede darse alguna semejanza con ciertas situaciones que padecemos aquí, en Colombia, como aquella iniciativa mortífera de acabar, de un tajo, con nuestro petróleo, con nuestro carbón y gas, la que crea semejanzas con Luis II, rey de Baviera, llamado “el loco”, un quimerista de extraños comportamientos y raras ocurrencias, que aunque algo consiguió de progreso, odiaba, no a Bogotá, sino a Munich y todo lo que oliera a temas administrativos; también le escocía, no el Palacio de Nariño, sino la sede del gobierno. Impuntual, no acudía a las ceremonias de su gobierno y encargaba de eso a su madre. Prefería permanecer lejos de la capital; gran viajero, se gastó todo el dinero en la construcción de castillos.
Duro, durísimo será el golpe al ego del poderoso, antes respetado, acatado y ahora enfermado. Como en el himno nacional, se creía inmarcesible (que no se puede marchitar), y si antes estaba inmerso en esa música épica y santurrona, ahora y de pronto se verá debilitado y mustio. Comenzará a “extrañarse a sí mismo”. Comprenderá que está también sujeto a aquello de que “la enfermedad es la mayor imperfección del hombre”. Y sentirá, en la lucha de su soberbia contra su dolencia, que va de regreso de poderoso a mortal ciudadano.
Circunstancias generalmente para mal, no para bien.